Espera. ¿Esto es un nueve o… es un seis? ¡No! Natalie, concéntrate, tienes astigmatismo, no dislexia, ¿o… sí tengo dislexia? ¡No! Claro que no.
Todo se me confundía, parecía una enorme sopa de números con diminutas potencias y signos que tenía que entrecerrar como hendijas los ojos para lograr distinguirlos vagamente. Me había arrepentido de no llevar mis anteojos a la escuela ese miércoles. Además, con una enorme falta de sueño del día anterior agregada, se me dificultaba aún más. Difícilmente podía mantener los ojos abiertos y mi cerebro en marcha.
Si algún día volvía a ver a John, le daría una paliza.
Desvié la vista del examen por dos segundos y me froté los ojos con los dedos índice y pulgar. Ya me dolían de hacer tanto esfuerzo para enfocar las letras y números que, tenía que ser hoy, por supuesto, estaban mal impresos y eran fáciles de confundir.
Levanté la mirada y escudriñé el salón. El profesor de historia, el señor Finch —durante los exámenes jamás nos cuidaba el maestro que dictaba la materia— parecía un policía vigilando que los presos no se escaparan. Tenía los ojos bien abiertos, los brazos cruzados y una expresión que daba miedo. A mi alrededor, había dieciocho estudiantes más, algunos parecían estar muriendo lentamente con los ojos pegados al papel, repletos de cólera y frustración. Otros, completamente relajados, parecía que estaban a punto de caer en un profundo sueño. Me sorprendió que no hubiera uno que otro pillo por ahí copiando… normalmente los había.
El maestro Finch me dedicó una mirada atemorizadora y, de inmediato, estremecida, devolví mi vista hacia el examen. Seguía igual de irreconocible que antes… todavía me dolían mis ojos y parecía que lágrimas querían aflorar de ellos, inconscientemente. No eran lágrimas de frustración o tristeza. Eran lágrimas de cansancio profundo.
Inhalé profundamente e intenté enfocar de nuevo, pero se me hacía casi imposible. El astigmatismo me atacaba y me producía una inmensa cólera. Lo único que lograba adquirir eran visiones borrosas, que se asemejaban a líneas refulgentes, además de que todas las letras y números parecían tener un duplicado.
Moriría allí mismo, perdería el examen por culpa del sueño y por distraerme al empacar mis utensilios en mi mochila y no darme cuenta de que me faltaba lo único que me permitía leer.
Adiós, MIT, pensé decepcionada, con la mano agarrando fuertemente el lápiz, sin escribir nada.
El sonido agudo y estrepitoso de la campana que indicaba que se había acabado el tiempo, entró por mis oídos y me causó una repentina descarga de adrenalina que me inundó por completo en un parpadeo.
Mis manos empezaron a temblar de un modo incontrolable y sentía cómo el lápiz se iba deslizando gradualmente con el movimiento insistente. Abrí los ojos de par en par e hice un increíble esfuerzo por reconocer los últimos números que había en el papel.
—Se acabó el tiempo —habló el maestro Finch —. Pasen sus exámenes de atrás hacia adelante.
¡No, no, no, no! —escuchaba en mi mente —. ¡Esto no puede estar pasándome!
“16,1456…”
No alcancé a terminar de escribir el número, cuando sentí las hojas de los exámenes de los de atrás, golpeándome la espalda.
Maldije al menos unas diez veces, y le arrebaté el ramillete de papeles a mi compañero de atrás sin ni siquiera dirigirle una mirada. Queriendo asesinarme a mí misma, me vi obligada a agregar mi examen y pasarlo hacia adelante con extrema lentitud. Empezaba a entrar en estado de shock y quizás caería inconsciente en aquel mismo instante. Jamás, jamás, jamás en mi vida no había terminado un examen de física. Más bien, normalmente me sobraba tiempo para relajarme y observar a los demás alumnos mientras quemaban cada una de sus neuronas para resolver lo que yo hacía en la mitad del tiempo que gastaban.
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15 Minutos de Fama (En espera)
Teen FictionNatalie Ricci es la típica adolecente de 17 años. Vive en Manhattan, Nueva York con su madre Victoria, quien es viuda de un importante empresario italiano, Antonio Ricci. Natalie adora la música con toda su alma y corazón, y es por eso que es la vo...