Capítulo XVIII

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Si dijese que olvidé aquella mañana, mentiría

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Si dijese que olvidé aquella mañana, mentiría.

Por mucho tiempo que pasase, jamás olvidaría aquella mirada. Jamás sería capaz.
Era una mañana de un día 13 de septiembre. Aunque pronto dejaría de ser verano, los rayos del sol aún eran presentes y me habían acompañado en todo el recorrido en coche hasta la cárcel.

-Buenos días, Maia-Me dijo Marcos, le saludé y me sorprendió algo en su gesto; parecía extenuado, las ojeras que recubrían sus ojos estaban más marcadas, como si hubiese pasado toda la noche en vela, perdido entre miles de pensamientos, quizás había sido así.

Al menos así, solían ser mis últimas noches recubiertas por el insomnio y pensamientos dispares que se extendían por mi mente. Las preguntas se amontonaban y se hundían entre pozos de dudas de las cuales no lograba salir. 

A menudo miraba hacia las notas que mencionó Rocío y un escalofrío me invadía. ¿Quién podría ser capaz de decir aquello? Y peor aún, ¿quién podría tener la suficiente sangre fría de matar a unas personas que a mi parecer no tenían nada que saliera de lo común? A simple vista, eran tan sólo unos trabajadores, y el único que en teoría tenía todas las de morir era Hernán, por haber despedido a aquellas personas.
Así pues, aquella mañana estaba distraída, me sentía cansada debido a la noche en blanco que había pasado, pero al parecer, no era yo la única que no estaba en el cénit de su vida.
Algunos de los empleados andaban mecánicamente, ¿siempre se movían así por la cárcel o me daba cuenta ahora? Recuerdo que pensé, pero aquel día, todo se me asemejó como algo cansado, algo en vano, como si cada día fuese una réplica del anterior y no avanzase. De aquella manera ya habían pasado dos años y algunos meses, ¡dos años! ¿Sería capaz de aguantar otros dos más? En ocasiones, suspiraba y pensaba que aquel trabajo estaba acabando conmigo.
Antes de todo pensé que era fuerte y que podía hacer frente a un trabajo así, pero después comprendí que nadie estaba preparado para ver el dolor y el sufrimiento tan de cerca.
Con el tiempo, pasé a fijarme que muchos de los empleados habían llegado a tomar ansiolíticos, por mi parte, la única medicación que tomaba eran unas pastillas con las que poder conciliar el sueño de una vez por todas, pero cuando las dejé de tomar, porque no quise que se convirtiera en una adicción, descubrí que no podía dormir sin ellas.
Aún así, no creía tener motivos para tomar ansiolíticos como algunos de mis compañeros. Un día por casualidad, en el suelo de los vestuarios encontré algunos frascos con varias pastillas y sentí que había acabado en un mundo en el que no me pertenecía estar, y entonces entendí las preocupaciones de mi madre y aunque no me gustó, tuve que darle la razón, claro está, que no lo reconocí enfrente a ella. Ella nunca sabría todo lo que presenciaba yo tras cada día en la cárcel.
Había problemas que debía solucionar yo sola y nadie se podía inmiscuir en ellos, era cosa mía, pensaba.
Aquella cálida mañana, me dirigí hacia el comedor y me llevé la bandeja que tenía la etiqueta con el nombre de Uriel. Como la mayoría de días, llamé antes de entrar en su celda, sin embargo no obtuve respuesta. Volví a llamar para que supiera que había llegado pero no atisbé ningún indicio de movimiento tras la celda, pensé que se había quedado dormido. Con la mano que no sujetaba la bandeja, busqué las llaves en el bolsillo del pantalón, de lo distraída que estaba no encontraba la llave así que fui probando con todas hasta dar con la que abría su celda.
Entré en su celda y le encontré cabizbajo, estaba sentado y con los codos apoyados sobre los muslos. Al principio no se dio cuenta de que había llegado, hasta que levantó la vista y aquello me dejó helada. Sus ojos estaban inyectados en sangre, había llorado, pero lo que más impactaba era el hecho de que sus ojos desprendían una fiereza y a la vez una frialdad que jamás había presenciado. Parecía haber perdido el norte por completo, parecía alguien fuera de sí que podría matar a alguien sin darle demasiadas vueltas. Me estremecí y seguidamente dejé la bandeja en el banco. Su mirada aún perseguía todos y cada uno de mis movimientos y nunca me sentí más incómoda en su presencia. Aquella mirada me paralizaba, hacía que por impulso desviara mi mirada hacia el suelo con tal de evitar chocar contra sus oscuros y azulados ojos que ahora parecían los de otra persona. Los de alguien a quien se le carcomía la culpa de haber actuado mal. Los ojos de un maníaco asesino, pero me negaba a creerlo, él sólo era alguien que había tomado unas malas decisiones.
Durante algunos segundos sólo me miró, y después me di cuenta de que cerraba los puños. Estaba enfadado o si más no, molesto. No osé preguntar porqué, aquel día, menos que nunca se me antojaba con una de las últimas personas con quien podría hablar.
Aquel día, finalmente asumí quién era, un asesino, simplemente alguien que había matado a unas personas, no podía exculparle de su cometido, no podía de ninguna forma demostrar su inocencia.
Sólo cuando lo entendí, movida por algún impulso sentí que me revolvía nerviosa y me apresuré en encontrar las llaves, salí rápidamente, con la respiración ahogada y cerré la celda de un portazo que resonó por todo el pasillo y que perduró encima de los gritos que a cada segundo se escuchaban.
Aquella mirada maníaca, me acompañó durante el resto de la jornada, y cada vez que parpadeaba, volvía a rememorar sus ojos y sentía que algún dolor extraño y desconocido me invadía cada vez con más fuerza.
¿Qué me había pasado? Me pregunté alarmada ante el nuevo giro de la situación, por mucho que intentaba pensarlo, no lograba comprender el porqué de mi reacción desmesurada. Ni siquiera habíamos intercambiado ningún saludo, no habíamos dicho nada, nunca pensé que una sola mirada lograse infundirme más miedo que cualquier historia de terror.
Pero su mirada era capaz de ello y mucho más. Casi pude imaginármelo entrando en la fábrica, con suma calma, con la calma que solo tienen las personas controladoras al milímetro, podía vislumbrarle recorriendo todos aquellos pasillos por los cuales yo había estado hacía unos meses y podía llegar a pensar que guardaba un cuchillo bajo su camiseta, lo siguiente que pasaba a continuación era imaginármelo abriendo todas y cada una de las puertas hasta dar con el despacho de Hernán, y a partir de allí, empezaba la masacre.
Definitivamente me mareé un poco al imaginar la escena del crimen, parpadeé algunas veces intentando apartar mi mirada del charco de sangre que se había formado a los pies de Hernán pero no fui capaz.
Cuando llegué a casa, me sentí protegida, a salvo. Quizás estaba perdiendo la cabeza y de tanto pensar en el crimen me había llegado a obcecar de una manera insana, no lo sabía como tampoco sabía qué era lo que debía hacer a continuación.
¿A caso debía ir al médico y contarle que empezaba a no ser capaz de mirar a alguien a los ojos? Pero, ¿cómo reaccionar ante la mirada de un criminal?
Aquella mirada me decía lo que ya sabía, que me alejase de aquel caso, de que me olvidara de todo aquello y que no pensara más en ello. Si después de tanto tiempo el misterio seguía presente, entrometerme más y remover heridas que aún no habían empezado ni a cicatrizarse era algo bastante sádico por mi parte.
A medida que pasaban los días sabía que no era la persona indicada para saber qué pasaba con Hernán, con Uriel o con cualquiera de los empleados que habían muerto.
En aquel entierro, mi voz no tenía valor ni nombre. Por tanto, debía mantenerme al margen de los acontecimientos. De hecho, mi trabajo era estar en la cárcel, y debía ceñirme a ir cada día a trabajar, temprano por la mañana y salir cuando los últimos rayos de sol despejaban el cielo.
Al día siguiente, cuando volví a repetir el mismo recorrido de cada mañana, no pasó nada, Uriel me miró pero no vi rastro de aquella furia, simplemente vi unas cuencas vacías de vida, o si más no, unos ojos tras los cuales parecía que se ocultaran muchos secretos y misterios y tras toda aquella capa de misterios, se escondiese una persona que había perdido cualquier rastro por vivir, por volver a sonreír.
Vi a un Uriel derrotado, arrepentido. Pero aquella era la visión que se entreveía a través de todas y cada una de las miradas pertenecientes a las celdas que día tras día visitaba.
A veces me preguntaba cómo los presos podían despertarse cada mañana, si sólo en sueños podían volar muy lejos de aquellas rejas. En algunos momentos, sentía que junto con los presos, yo por el hecho de estar entre aquellas paredes, también estaba cumpliendo una condena sin haber cometido ningún crimen.
Y los días pasaban, uno tras otro, y poco a poco entendía el consumo de ansiolíticos y las miradas perdidas que cada día veía.
Aquel aire que respiraba cada día era asfixiante y podía conmigo. Aunque intentaba sobrellevarlo, me di cuenta de que no podía, de que por mucho que lo intentase, habían demasiadas cosas que estaban fuera de mi alcance.
-Marcos, necesito unas vacaciones-Le dije un día, poco me importaba cómo dije mis palabras y sabía que quizás se reiría de mí o se negaría rotundamente a que cogiera unas vacaciones, sin embargo, me miró comprensivo y cruzó las manos sobre la mesa de madera de roble. Asintió con la cabeza antes de hablar.
-Pediste las vacaciones hace un tiempo, pero debo decir que te mereces unas pequeñas vacaciones con las que reponerte después de todo este tiempo que has estado trabajando sin parar. Me parece justo-Me dijo y no pude hacer más que sonreír, desganada.
Por unos días dejaría de trabajar en el módulo uno, se habían acabado los gritos de medianoche –durante los turnos que debía trabajar más horas-, y aquellas miradas frías y despiadadas que muchos reclusos me dirigían incómodos por mi presencia.
Se había acabado aquel infierno, al menos durante unos días. Y no podría haberlo agradecido más. Todo el mundo tiene su límite, pero llegaron unos momentos en los que creí, que yo ya hacía tiempo que había cruzado la frontera entre lo que estaba en el límite y lo irracional.
Aproveché aquella semana de vacaciones para descansar, para desconectar del mundo y para evitar pensar. Paseé durante algunas horas con Poncho, me gustó poder volver a andar después de despertar y no tener que pensar que en unos minutos me estaban esperando y por tanto, debía darme prisa en acabarme el café y cruzar la carretera hasta llegar a la cárcel en una rutina que me hacía llegar a casa sin tener fuerzas para cocinar siquiera.
Sólo cuando estuve de vacaciones me di cuenta de que toda la ansiedad que a veces había sentido y hasta comprendí que se me había empezado a caer el cabello y en un primer momento no me había dado ni cuenta.
Aquellos días de calma, sin duda alguna, fueron una terapia reparadora para mí. Pude respirar tranquila, sin la necesidad de saber que me vería involucrada en alguna pelea y por consecuente, debería pasar horas en la enfermería controlando que todo estuviera bien.
Pero lo que de verdad me aportó más tranquilidad fue el hecho de saber que no vería a Uriel y no me replantearía miles de veces qué sentía por él, porque si me hacía la pregunta: ¿Qué había entre él y yo?
Todo era una incógnita para mí, porque por una parte, me costaba creer que nada más de vernos entre nosotros había surgido alguna especie de amor, era algo incomprensible para mí, ya que en toda mi vida solo había llegado a sentir algo por Esteban y ya está.
¿Cómo era posible que de repente me hubiese fijado en una de las últimas personas por quien debería sentir algo?
Está claro que de algún modo, aquello que es más improbable es lo que más nos atrae, cuando de pequeños nos dicen que no hagamos algo es sin duda lo que más curiosidad nos genera, ¿no es así? Supongo que en la vida es así, cuanto más ahínco en prohibir alguna cosa, ésta, resulta ser la más anhelada.
Cuanto más sabía y era consciente de que pensar en Uriel era algo prohibido que ansiaba con tanta fuerza que a veces sentía que me dolía pensar que no podría estar con él.
Lo último que quería era pasar años y años sin poder estar a su lado, viéndonos a través de las rejas. Y entonces, pensé en que si yo me había enamorado de un recluso, ¿cuántas historias se podrían ocultar entre aquellas rejas o las de cualquier prisión del mundo?
No era la primera vez que ocurría que se establecían algunas relaciones con personas en la cárcel o si más no, alguna amistad. Y no me cabía duda, de que por el mismo motivo, era un tanto probable que entre reclusos y celadores también hubiese alguna especie de sentimientos.
Si entre paciente y médico a veces surgía, ¿porqué en la cárcel debía ser diferente?
Todas aquellas emociones estaban más allá de lo establecido, y sólo por ello, las personas lo miraban con malos ojos. Porque era algo que la gente asumía de una manera dividida, pues cada cual estaba en un lugar en la vida aún así, se me antojaba que era irracional oponerse a cualquier tipo de amor.
Porque Uriel fuese un recluso, ¿eso le excluía de ser una persona con sentimiento y una vida? No dejaba de ser una persona entre los miles que había. Y en cuyo caso, ¿estaba actuando mal al demostrar que sentía algo por mí?
Había algunos días en los cuales tenía la certeza de que lo nuestro sería inviable por muchos que pasaran los años y me llegaba a decir que todo eran imaginaciones mías, que Uriel no sentía nada por mí y que debía dejar de pensar en él, pero sabía que no era así. Algunos días, sólo sonreía cuando me veía a mí y entonces entendía que por mucho que tras sus ojos se escondieran secretos, sabía que no era un preso más, sabía que todos sus actos tenían motivo, y la consecuencia de ellos residía en el lugar en el cual se encontraba, no quería ni mucho menos decir que Uriel era inocente o culpable, no sin saber a ciencia cierta qué había pasado.

¿Qué ocultan sus miradas?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora