Capítulo VIII

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Después de los que fueron muchos días en los cuales estuve pensando de mil maneras cómo podía ayudar a Uriel, me di cuenta de que mi actitud respecto a aquel recluso en particular, era de todo, menos profesional

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Después de los que fueron muchos días en los cuales estuve pensando de mil maneras cómo podía ayudar a Uriel, me di cuenta de que mi actitud respecto a aquel recluso en particular, era de todo, menos profesional. Y no me lo podía permitir. Debía poder tratarle como a los demás.
Así que finalmente, me centré en lo que realmente importaba y era estar al tanto de los actos de los otros reclusos que me habían sido asignados.

A menudo, el trabajo no se me hacía mucho más que no pudiera describir con una sola palabra: tedioso. Y es que era aburrido ir mirando celda por celda, esperando encontrarlo todo en orden. Lo único que alteraba la monotonía eran las ocasionales peleas que se llevaban a cabo entre los reclusos.

Por la parte de Uriel, parecía estar más calmado que días anteriores, y creí que comenzaba a hacerse la idea de su condena. 30 años, ni yo misma podía verme reflejada en semejante situación, ¿cómo actuaría? ¿A caso podría estar tanto tiempo sin salir a la calle sin llevar detrás de mí a dos policías como mínimo? Ponerme en su situación, era parecido como bajar al mismo infierno.

Pero de todas formas, ese era el paradero de la mayoría de las personas que se encontraban recluidas en aquellas oscuras celdas donde pretendían tenerlos apartados del mundo. Como si temieran que al salir pudieran cometer más atrocidades, ajenos a que lo peor ya había pasado.

Una y otra vez, Eduardo me decía que no me implicara emocionalmente con los reclusos. Veía el trato que tenía con ellos, les preguntaba por cordialidad que cómo se encontraban, pero en el fondo, me interesaba por su estado. Y aquello no era bien visto, y los demás celadores se encargaban de recordármelo. Pero por mucho que intentara olvidarme de ello, no podía. Eran seres humanos, no debían rebajarles de tal manera. Todos tenían crímenes a su espalda, penados por la ley, pero si les trataban cómo si no existieran, no les podían ser de ayuda.

Sabía que las normas existían por diversas razones, pero también sabía que a veces, no podías hacer por más que saltártelas. No siempre lo adecuado es lo que se espera que des de ti.

Al final, Eduardo terminó aceptándome en la plantilla. Desde un primer momento me había estado dando soporte, pero en algunos momentos, cuando me acompañaba a inspeccionar celdas que requerían vigilancia y él iba cerca de mí, se daba cuenta de que inconscientemente entablaba conversación con la mayoría de reclusos.

-No está bien, Maia. Pero supongo que es tu forma de ser y nadie te puede cambiar.-Dijo más de una vez, entonces esbozaba una sonrisa y seguía mi ronda.

Me parecía sumamente triste tener que ir por todas las celdas y ver a gente llorando, yo también tenía mis emociones y mi forma de ver el mundo, y aquella manera, era muy complicada. Necesitaba estar mucho más preparada de lo que nunca llegué a estarlo.

Llegué a escribir en un pequeño bloc de notas. Necesitaba expresar lo que sentía, porque en algunas ocasiones me sentía desbordada, de emociones, de sentimientos... De todo, menos de paciencia. Porque si algo había aprendido allí era a ser muy paciente. Porque las circunstancias requerían serlo. Necesitaba aprender a controlarme y bajo ningún concepto perder la calma. Siempre llevaba en el bolsillo derecho del pantalón el walkie talkie y cuando la situación se complicaba y veía que sola no podría, hacía uso del aparato y rápidamente llegaban refuerzos. Cada vez que ocurría, me remontaba al día en que me vi involucrada en una pelea, a las pocas horas de llegar Uriel. Él no era un preso que pasara desapercibido, sin quererlo, todo el mundo comentaba de él, más que por las atrocidades, por su carácter, su forma de ser.

¿Qué ocultan sus miradas?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora