11 Alexander

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Alexander

La visita de Mounsier Mont-Noir, me dejó desconcertado. Ese caballero me había hablado como si me odiara ligeramente, como si le hubiera hecho un daño personal y hubiera estado todo el tiempo tratando de ocultarlo.

Y tal vez así lo haya sentido. Al dañar la honra de su hija, era como dañarele a él mismo, supongo. Aunque era exagerado.

Pero no podía dejar de pensar en Madmoiselle Alexia. Tal vez lo mejor para ella era mantenerme alejado. Pero me recordaba tanto a una época en la que fui tan feliz que me era inconcebible dejar de verla.

Por otro lado, debía preocuparme más por mi hija. Heather había estado incluso más rebelde que de costumbre, éstos últimos días, y casi no se la veía por la casa.

Aunque si bien sé que una señorita como ella no debía andar sola, que no lo estaba porque siempre la acompañaba su nana Sybil, me era imposible acompañarla a todos sus compromisos, esa hubiera sido tarea de su madre, si Catherine no estuviera demente.

Ahora, ese era otro tema que me molestaba. Durante años, mi esposa fue tratada por los mejores doctores del país, y todos llegaron a la misma conclusión: depresión crónica con principios de demencia.

Según varios de ellos, un transtorno incurable. Pero ahora había aparecido un tal doctor Joseph Gordon, discípulo de no se cual especialista alemán que decía creer poder curar a mi esposa.

¿Sería posible? Su teoría era que lo que causaba la enfermedad, debía de curarlo.
En otras palabras que si lo que tenía tan mal a Catherine era la falta de un hijo varón, el remedio no eran ni opio ni aislamiento, sino más bien un bebé varón.

¡¿Cómo era posible que él pensara que yo estaría dispuesto a tocar a esa psicotica?!

Sin embargo, dejé que su nueva enfermera hiciera lo que el doctor sugería.

Así que, aunque aún yo no le permitía a Catherine bajar o incluso salir del tercer piso, sus habitaciones volvieron a tener el mobiliario adecuado, papel tapiz, las cortinas se descubrieron, y su enfermera se encargaba de tenerla siempre bien aseada y arreglada como su rango correspondía.

Y al parecer estaba funcionando. Si bien aún no actuaba totalmente cuerda, al menos ya no era agresiva, y siempre mostraba una sonrisa (un tanto loca) y dulce, cuando la visitaba.

Suspiré. Aún me quedaban varios documentos que revisar y firmar.

Me preguntaba qué estaría haciendo mi condesa. ¿Seguiría pensando en mi como yo en ella? ¿Tendría todavía el derecho de llamarla mía?

Lo más seguro era que no.

Priscilla era muy joven y muy hermosa, como para no haberse conseguido algún nuevo amor. Y mientras yo, todavía sufriendo por ella y mis malas decisiones.

Por otro lado, debía buscar un futuro a mi pequeña niña. Verán, ella estaba comprometida con un principe de la casa real. Pero desgraciadamente hacía dos días que el Rey y el prometido de mi hija (que no era más que un chiquillo) murieron, y su heredera, la Nueva Reina, había tomado el trono (¹). De ésta manera el matrimonio arreglado de Heather había acabado, y mucho me temía que yo en un futuro tendría que recurrir a lo mismo que Lord Neville.

Comprarle un marido. Pues aunque yo la amara, no era ciego, estaba bastante consiente de las actitudes tan poco amables y desagradales de mi hija.

-¿Padre?-hablndo de la reina de Roma. Mi pequeña niña asomó sus ojos azules en mi despacho.

-Querida...-la invité a pasar. A pesar de que vestía igual que siempre, ella no parecía la misma, no caminaba con la misma seguridad, de echo parecía ¿frágil?.-... ¿Te encuentras bien? Estás pálida.

Amor Y Culpa (Saga Amour #3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora