𝟻𝟹. 𝚂𝚊𝚖𝚞𝚎𝚕

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Samuel estaba terminando de abotonarse la camisa cuando un claxon en la entrada anunció que el auto que acababa de rentar había llegado. Después de tantos años, el miedo de Samuel Collins por los autos tendría que hacerse a un lado porque era imperativo que él saliera del pueblo enseguida.

Una vez más, echó la vista al viejo armario, ese que guardaba un secreto mucho más aterrador que el propio diario en el que depositara sus secretos más sórdidos, pero mucho más valioso para él.


Durante años, cada vez que él miraba hacia ese rincón, sentía como si una presencia se encontrase oculta dentro, clamando por la liberación. Casi podía escuchar la madera crujiendo y una pequeña vocecilla que imploraba auxilio.

—Quizá sea tiempo de liberarte para siempre —murmuró para sí al tiempo que caminaba hacia el otro extremo de la habitación. Sus dedos pálidos temblaban al tiempo que, con esfuerzos, pretendían abrir el viejo closet, olvidado durante tantos años.

Cuando las puertas de caoba desgastada se abrieron de par en par, Samuel exhaló un suspiro que intentaba contener el llanto que, sin lugar a duda, se escaparía en cualquier instante. Pero el hombre se contuvo y con decisión, cogió el viejo frasco lleno de formol. En él, su bien más preciado se removió con la inclinación. Se trataba de un órgano humano. El único vestigio de su pasado como asesino; la chispa que había consumido todo en su interior, pero que en su momento lo hizo refulgir con colores nunca conocidos.


Samuel liberó una sonrisa amarga mientras contemplaba el corazón de su amada Alisa. Cerró los ojos para contemplar mejor las imágenes que se esparcieron en su mente.

Después de asesinarla, de hacerla suya una vez más, a él no le había quedado más remedio que deshacerse de ella. Cargó con su cadáver hasta el pantano cercano a Heamsptead y ahí observó cómo los animales salvajes la devoraban por entero. Sabía muy bien que no tendría una tumba a la cual visitar, por ello había decidido arrebatarle ese menudo órgano que lo había amado tanto. Ese único recuerdo que tendría de ella.

No obstante, con el correr de los días, las semanas... los años; aquella pieza invaluable había comenzado a parecerle insoportable. Era incapaz de deshacerse de ella, pero no podía tenerla ahí.


El claxon volvió a escucharse, esta vez de modo más prolongado. Samuel miró hacia la ventana y después devolvió su mirada al frasco que parecía brillar con aquella luz. No dudó más y lo guardó en la maleta que llevó consigo hasta la entrada.

—Vaya, creí que no había nadie —comentó el hombre regordete que acababa de bajar del Ibiza plateado que el propio Samuel había escogido para su viaje—. ¿Puede regalarme una firma?

Samuel asintió y firmó sin expresar demasiado. El hombre lo observó de arriba abajo, seguramente pensando en lo mucho que se parecía a su padre, Jonathan Collins.

Este le devolvió el bolígrafo y echó la maleta en el asiento trasero del auto para, acto seguido, subirse a él y arrancar el motor sin siquiera darle las gracias. Intentaba disimular los nervios que lo asaltaban tan solo al estar detrás del volante.


Manejó hasta un viejo parque en el que ya nadie deseaba pasar el tiempo. Hacía años que había dejado de recibir la proliferación de familias que acudían a él todos los fines de semana y ahora lucía descuidado. No había ya un solo resquicio que echase luz de su belleza de antaño.

Samuel caminó hasta un viejo árbol que se mecía con suavidad con cada caricia del viento y se arrodilló bajo su sombra.


Los recuerdos de lo que había vivido en ese lugar lo azoraron de pronto. La risa intempestiva de Alisa que siempre encontraba las maneras de ponerlo contento. Sus jugueteos infantiles bajo el cobijo de ese viejo roble y los besos eternos que, ocultos bajo su ramaje, se habían dedicado.

Quiso llorar ante lo acontecido. Millones de veces atrás se había arrepentido del pasado y deseado con todas sus fuerzas que aquello no fuese más que un simple sueño, pero el sueño se había transformado en pesadilla y esta lo iba a perseguir para toda la eternidad.

Con las lágrimas cayendo sobre sus manos y la tierra que con ellas removía, Samuel cavó un hueco lo suficientemente hondo como para que nadie pudiera descubrir el secreto que había guardado todo ese tiempo. Su bien más preciado; la prueba fehaciente de que Samuel Collins era un monstruo cruel, así como un patético enamorado.


Poco tiempo después, cuando las lágrimas le dieron un respiro y amainaron, el hombre se incorporó nuevamente y comenzó a caminar hacia el auto.

No podía permitir que su pena le impidiera cumplir con lo que él sabía muy bien era lo correcto. Tenía tiempo más que suficiente para lamentarse ahora que había obtenido de él su deseo más intenso, después de pagar con Boris el costo que ese prisionero galáctico le había prometido.

Cerró el auto con él adentro y encendió el motor. De pronto, una sonrisa irónica contorsionó su rostro de alabastro. ¿Cómo había sido tan estúpido para pedir vida eterna? Y lo que era aún peor... ¿Cómo había sido tan estúpido como para caer ante aquello una vez más, en la morada de Boris Tarasov?


Sin darse cuenta se estaba condenando a una eternidad repleta de agonía, arrepentimientos y desesperanza, y, sin embargo, él estaba dispuesto a aceptarlo. Era un precio justo por todo el daño que había hecho y había pretendido encerrarse en su mansión para siempre, viviendo como un condenado.

Pero aún no... no antes de cerciorarse de que tanto su diario como el de Holly se encontraban a buen resguardo.

Tenía que llegar a Nueva York y encontrarla...

Tenía que detener a Nona.

Tenía que detener a Nona

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Holly - Diario de una mujer caníbal [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora