Señales.

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Lo primero que Will le preguntó a Hannibal al verlo fue el estado de salud de su hija. Luego de que el Conde le dijera que estaba bien y la había dejado descansando, lo segundo que hizo el agente fue darle vuelta la cara de una cachetada al aristócrata.


Hannibal se lo quedó mirando sorprendido, ciertamente el golpe no le había dolido pero si la acción en si misma.


-¿Por qué hiciste eso?- murmuró el Conde con voz algo peligrosa, pero Will lo miraba sin miedo.


-¿Necesitas preguntarlo? Te estabas besando con Alana...- dijo Will con voz hosca y malhumorada, sabía que esto no podía terminar bien, algo en su interior se lo decía a cada segundo que pasaba al lado del Conde. Era obvio y natural, después de todo ¿No era un demonio acaso?


Lo que más le dolía era pensar que con sus artimañas de seducción había conseguido que él hiciera... Algo indebido...


-Ella me besó a mi...- murmuró Hannibal, sorprendido de que Will estuviera realmente enfadado.


-Y tu no la detuviste... De no haber llegado yo... La hubieras hecho caer en la misma trampa que a mi...- dijo Will sacudiendo la cabeza con fuerza y enojo.


-No...- fue todo lo que murmuró él, como si se negara a decir algo mas para tranquilizar a Will. Pero lo cierto era que su mente seguía puesta en Abigail... Y en la reacción que ella había tenido momentos antes de que él saliera de la habitación...


Le dijo que no había tenido ninguna visión... Pero él intuía que aunque ella decía la verdad... Al mismo tiempo mentía. Había visto algo y se lo había ocultado. De eso estaba seguro.


-De todos me iré a penas Abigail esté en condiciones de viajar... Así que no importa...- murmuró Will con estudiada indiferencia antes de darle la espalda al silencioso vampiro y marcharse de la estancia. Aun a pesar de la dignidad en sus palabras, de sus ojos caían las lagrimas al irse... Pero Hannibal ni siquiera se molestó en detenerlo. El vampiro sólo soltó un leve suspiro y se encerró en su propio estudio, reflexionando aún, consumido por el detalle de lo que fuera que Abigail había podido ver...


Aun a pesar de no poder entrar en la mente de la joven bruja... Había una extraña conexión entre ambos, así cómo también sabía que tenía una conexión con Will... Y la conexión era lo bastante fuerte como para inquietarlo y dejarle vislumbrar de una manera muy vaga lo que Abigail había visto. Pero dentro de su mente lo único que podía conjurar era el sonido del metal de... armas... y era un sonido que lo alteraba de una manera en que nada mas podía hacerlo. Un sonido que le hacía sentir como si le arrebataran el corazón de golpe del pecho, a pesar de que éste había dejado de latir hacia muchos siglos.


El Conde se sentó, intentando mantener la compostura, y abrió un cajón de su escritorio, con una llave que tenía muy bien escondida. Allí adentro había una joya, de oro y muy pesada que él tomó entre sus manos. El medallón era grande, y el Conde descorrió una de sus tapas con los dedos, revelando en el interior del medallón un pequeño retrato pintado a mano y muy antiguo. Lo bastante antiguo como para que prácticamente no se distinguiera quien estaba pintado en él.


Eso era lo único que conservaba de su vida humana.


Un medallón con el retrato de alguien cuyo nombre ya no recordaba, como si de alguna manera sus recuerdos humanos se encontraran bloqueados por completo dentro su mente de vampiro. Ni siquiera sabía por qué conservaba eso, pero cada vez que lo miraba sentía una nostalgia insuperable. Como si hubiera olvidado algo que era muy importante cuando hizo aquel pacto con ese demonio que lo convirtió en la criatura que ahora era.


Dentro de su mente solo recordaba gritos y el sonido pesado de las espadas... Eran sonidos que llevaban dentro de su mente tantos siglos como siglos tenía el medallón que sostenia en sus manos, con el retrato borrado por el paso del tiempo. Le hubiera gustado saber quien había sido pintado dentro de ese pequeño espacio alguna vez, pero tal vez nunca lo supiera. Tal vez simplemente se trataba de uno de sus padres o de su hermana, a quienes si recordaba. Pero no lo sabía. Habían pasado mas de seiscientos años... Y aun a pesar de su prodigiosa mente, había cosas que no podían perdurar a través de tantos siglos... En las últimas décadas solía evitar mirar ese objeto que tanto lo perturbaba, ya que cada vez que miraba ese retrato difuso e irreconocible se sumía en la nada durante días, sin ser capaz de moverse, con la mente en blanco y los ojos clavados y sin pestañear en ese retrato difuso. Eran episodios que no podía evitar una vez que volvía a tomar ese medallón, y esta vez no fue diferente.

El Conde Lecter.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora