12. Pendrive.

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Me estaba empezando a ahogar en mis propias respiraciones entrecortadas. Cerré los ojos con fuerza, contando mentalmente para no perder la calma y no soltar ningún tipo de jadeo. Cuando los abrí, el barbas estaba mirando el ordenador recientemente usado. Negué con la cabeza y me llevé las manos a la cabeza, hundiéndolas en el pelo y tirando de las raíces, para canalizar dolor y no querer gritar tanto.

¿Por qué mierda Claudia se habría distraído de tal forma? Más la vale que por algo importante, porque la mato. ¡La mato!

Si no nos matan antes.

Ya me veía en los titulares de periódicos y reportajes, en los cuales no sabrán diferenciarme entre secuestrada o ladrona.

Volví a cerrar los ojos cuando noté que se acercaba a la mesa en la que estábamos escondidas. Trasteó con algunos chismes de la superficie de la mesa, pero no tardó en ignorarlo y volver a su rastreo.

¿Tan bien escondidas estamos, o el hombre es gilipollas?

María seguía con la mirada cada uno de sus pasos, intentando planificar algo para huir. A mi me dieron ganas de pegarle una patada en la espinilla.

Me llevé la mano al corazón y me acordé de aquella vez en la que nos colamos en la sala de profesores para ver las preguntas de un examen porque nadie había estudiado. Y esa otra vez que nos volvimos a colar para falsificar las notas porque a pesar de haber visto las preguntas, suspendimos la mitad de la clase.

Buenos tiempos.

Me pregunté si nos matarían después de haberla cagado de esta forma.

Como es típico en mí, alcé la cabeza para mirar al techo de la mesa, que era mejor que nada. Fruncí el ceño en una mueca de asco al verlo lleno de chicles pegados y rayones de rotulador. Se me revolvieron las tripas y el asco se sumó a la lista de emociones encontradas en la situación posiblemente más peligrosa de mi vida.

Quiero volver a falsificar notas, por favor.

Desvié la mirada y parpadeé un par de veces para enfocar los gemelos y los pies del hombre mete mierdas. Se tropezó y dio un traspié. Se frenó con las manos apoyándose en la mesa que estaba en frente de nosotras. Las cosas que estaban encima de la mesa tintinearon y el barbas soltó una maldición, sacudiendo la pierna del tropiezo.

Una pequeña bombillita se encendió en mi cabeza.

Antes de analizar la idea del todo, me asomé un poco y vi que, como buen segurata, estaba armado. Pero no solo la pistola me preocupaba; la porra y las esposas tampoco aportaban nada bueno a la situación. Analicé la situación. Aunque saliera, nosotras nos tendríamos que quedar aquí un rato más, para asegurarnos de que se ha ido de verdad. Pero si nos pasamos de tiempo, puede que vuelva con refuerzos a comprobar el ordenador, y ahí si que nos descubrirían. O si salimos unos minutos después de que se vaya, le daría tiempo a llegar a la sala de cámaras y vernos huir.

No quedaba más remedio.

Miré a María, que estaba mirando a la puerta con deseo. Miré el pendrive que apretaba con fuerza entre sus dedos. Miré a la puerta. Miré al barbas. Y miré a la mesa con la que se había tropezado. Me quité los zapatos y los cogí con fuerza con la mano izquierda. María desvió su mirada hacia mí y frunció el ceño. Le hice un gesto para que hiciera lo mismo, y cuando estaba distraída, aproveché para quitarle el pendrive de la mano.

Fue una misión suicida. Se lanzó sobre mí con cara de pitbull y me la tuve que quitar de encima y, mediante mímica, convencerla de que me hiciera caso. Se quitó los zapatos, y yo le quité la tapa al pendrive. Me puse de rodillas y María me siguió. La pasé la parte importante del pincho, la que contenía la información, y yo me quedé con la tapa. Me recoloqué el antifaz sobre el puente de la nariz y esperé a un movimiento en falso del segurata.

Síndrome de Estocolmo {David (Auryn)}-EDITANDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora