Introducción a Miolnir

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Antes de comenzar a contaros mi historia, debería explicaros como funciona el Aquelarre Miolnir. En primer lugar, cuando hable de Academia no os imaginéis algo parecido a un instituto, por que no tiene nada que ver. 

Miolnir fue creado cientos de años atrás, por un grupo de magos decididos a proteger y a ayudar con sus poderes a los jóvenes mágicos que estaban fuera de control. Escogieron la ciudad irlandesa de Kilkenny para asentarse, una pequeña ciudad con un aire muy medieval y rica en energías telúricas (esto se debía a que el mármol negro que se halla en los alrededores de la localidad es un potente amuleto vinculado a la magia de la tierra). Para ocultarse de la vista de los no-mágicos y de los cazadores, crearon un poderoso hechizo que, valiéndose de esta energía telúrica, rodeó el Aquelarre con una barrera que impedía que los mortales lo vieran o accedieran a él.

El recinto  estaba integrado por varios edificios, todos ellos de estilo gótico, todos ellos desprendiendo sobriedad.  El más importante , sin embargo, no era el que albergaba la Academia , sino la sede del Aquelarre. El Aquelarre estaba formado por magos y brujas de diferentes edades, con diferentes dones y todos ellos con un enorme conocimiento de la magia y  sus secretos. A sus integrantes no solo se les exigía haber superado con calificaciones sobresalientes los 5 niveles de la Academia, si no que debían presentar una lista de logros mágicos para poder ser admitidos en esa élite de hechizeros.  Así que, como podéis imaginar, no cualquiera podía entrar.  Además de dedicarse al estudio de los misterios aún por desvelar de la magia y a la protección del recinto, los magistri eran los encargados de la docencia en la Academia. Estaban liderados por un hombre de avanzada edad, un mago procedente de Polonia del que se contaban todo tipo de proezas, el Magister Supremo Bakoesky.  Los magistri necesitaban paz para centrarse en sus tareas, de modo que la Sede del Aquelarre estaba ligeramente apartada del resto del complejo.  Los magistri eran fácilmente reconocibles por su vestimenta: unas amplias túnicas de seda negra que revoloteaban detrás de ellos.

El siguiente edificio más importante, era el  de la Academia. Al albergar las habitaciones de los estudiantes, las aulas, la biblioteca, el salón de actos y el comedor, sus dimensiones eran mucho mayores que las de las demás construcciones. Durante mi primer año, no fueron pocas las veces que me perdí en sus laberínticos pasillos, teniendo siempre que preguntar a alumnos de cursos superiores.  En el primer piso de este edificio se encontraban todas las salas que he mencionado antes, menos las habitaciones de los estudiantes. Estas se encontraban en el segundo piso, organizadas según el nivel de los alumnos a lo largo de un larguísimo pasillo. Al principio de este, también se encontraba una gran sala vacía que nunca se usaba, un misterio que nadie había resuelto aún. 

Los alumnos estaban organizados en diferentes niveles según los diferentes elementos naturales: Tierra, agua, aire, fuego y electricidad, siendo la tierra el nivel más básico y la electricidad el más avanzado.  Todos los alumnos llevaban una túnica escarlata reglamentaria, que tenía bordado en la espalda el símbolo del nivel al que se perteneciera: Un árbol para los de Tierra, una ola para los de Agua,  un tornado para los de Aire, una llama para los de Fuego y un rayo para los de Electricidad. 

 Para poder pasar al siguiente nivel, era necesario superar un examen en el que los magistri aprobaran que cada estudiante había adquirido y sabía usar de forma correcta los conocimientos impartidos en el nivel correspondiente. 

A través de una especie de pasillo al aire libre, La Academia se conectaba con otro edificio muchísimo más pequeño: El Cuartel General de los Guardianes. Oh, sí, habéis oído bien, guardianes. Los magistri se dedicaban a la protección del Aquelarre, pero solo mantenían en funcionamiento las barreras que volvían invisible e inaccesible el complejo ante los ojos de los no-mágicos. Pero esas barreras no evitaban que alguien de dentro pudiera salir al mundo normal. No es que no pudiéramos salir del recinto, no, pero no teníamos permitido abandonarlo después de las 11 de la noche (al parecer, a alguien se le ocurrió la brillante idea de que quizás no fuera lo más sensato dejar que un grupo de adolescentes con poderes vagara por ahí borracho), y esa era una de las tareas de los guardianes. También, en caso de ataque, serían los primeros en acudir para repelerlo, así como los que mantendrían un combate cuerpo a cuerpo, mientras que los magistri lo harían en el plano mágico. Eran, sencillamente, vigilancia de élite. Teóricamente, cualquiera podría presentarse, pero había una serie de pruebas que no todo el mundo (en absoluto) podía pasar. Por ello, la mayoría de los guardianes eran ex-alumnos, personas con un amplio conocimiento de la magia y que se dedicaban a sus tareas en cuerpo y alma. Pero había un pequeño porcentaje de guardianes que todavía estaban acabando su formación académica, una serie de personas capaces de compenetrar sus misiones como guardianes y sus estudios. De hecho, en mi curso había un guardián.   Su Cuartel General contaba con varias salas de vigilancia, algunas de reposo, una pequeña biblioteca con libros acerca de técnicas de combate y varias salas de entrenamiento.  Los alumnos podían merodear por allí libremente, pero el acceso a la sala de vigilancia estaba estrictamente restringido. También ellos tenían un uniforme reglamentario que los distinguía de los demás: Unos pantalones y sudadera grises oscuro, botas negras, cinturón de armas y un chaleco protector bajo las ropas. Un uniforme cómodo y práctico para sus tareas.

Las demás construcciones albergaban viviendas para los guardianes graduados (los demás dormían con el resto de estudiantes) y una serie de comercios muy necesarios: Una tienda de amuletos, una librería de volúmenes sobre todas las disciplinas mágicas, que además nos proveía de libros de texto, una armería para abastecer a los guardianes, y una pequeña botica de remedios japoneses, que servía de enfermería. 

Todo el recinto estaba decorado con árboles, fuentes y pequeños templetes que, a veces, lograban que uno se sintiera muy lejos en el tiempo del siglo XXI. Pero era precioso, cualquiera quedaría fascinado por la arquitectura y disposición de todos los elementos decorativos que adornaban Miolnir.

 Y por último, todo el complejo estaba rodeado por un bosque de abetos muy frondoso, un bosque que se extendía hasta los límites de la barrera protectora y que, en algunos puntos,  superaba la barrera. He de admitir que este era uno de mis sitios favoritos, pues siempre era posible encontrar un rincón tranquilo, alejado del bullicio, donde uno podía estar en paz consigo mismo.


Una vez explicado como era y como estaba estructurado Miolnir, puedo empezar con mi historia.



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