Capítulo 18. Haz lo que digo

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Y no lo que hago.

Ocasionalmente, resulta tan fácil hablar de situaciones que desconoce o que no vive en carne propia. Dar consejos como si fuese alguna especie de gurú cuando lo que decimos muchas veces son cosas que oímos de otros, y que mientras las oíamos, nos sentíamos más perdidos que antes. Intentar darle fuerzas a alguien para que confíe en uno, cuando uno tampoco confía en sí mismo al estar en las mismas situaciones.

Eso es prácticamente constante en la vida de un médico, en esos momentos en que hay que dar medidas para los pacientes: bajar de peso, abandonar el cigarrillo, las comidas, los dulces y el alcohol. Como si fuese tan sencillo...

«Usted tiene que hacer más ejercicio, así tendrá una vida más saludable» oí decir una vez a mi profesor, el doctor Silverman. Los pacientes solían intimidarse con su aspecto de viejo gruñón, aunque en verdad no lo era, y lo oían como si sus palabras fuesen sagradas. Después estaban quienes prácticamente lo idolatraban, pero ellos tampoco conocían en verdad a la persona más allá del médico. No sabían que Silverman, el hombre sin bata ni estetoscopio, amaba comer y estar tirando en el sillón de su casa mirando documentales de animales junto a su esposa. Él se quejaba de su familia como el resto de las personas, no podía vivir sin el cigarrillo, probablemente estaba cerca del sobrepeso pero odiaba hacerse revisiones médicas.

Así era la vida del médico; decir cosas que no hace y no ocuparse de la propia salud. Solíamos olvidarlo, pero también éramos humanos. La ironía se sentía cada día. «Tienes que dormir mejor» indicábamos cuando nosotros no dormíamos en días, y comíamos a deshora cualquier cosa. «Tiene que disminuir el estrés porque lo va a enfermar» decíamos, sintiendo al estrés como una segunda piel. Vivíamos entre enfermedades, médicos, enfermeras, agujas y antibióticos, pero no nos ocupábamos de nosotros mismos hasta que llegásemos a la etapa en la que ya era insostenible.

— Aiden, ¡deja de ser tan terco! —grité exasperada. Él parpadeó anonadado, como si acaso no pudiese creer lo que oía.

— Estoy bien —dijo, sin siquiera poder decir la frase entera sin toser. Era ridículo verlo simular estar bien cuando era evidente que estaba enfermo.

— Estudie medicina, ¿sabes? Por si acaso no te llegó el fax —comenté con ironía. Él dedicó una de sus sonrisas torcidas y mirada petulante. Y eso solo me daba más ganas de golpearlo.

«Dame paciencia porque si me das fuerza lo mato» pensé.

— ¿Matarme? ¿Piensas matarme? —preguntó con dramatismo—. Si lo vas hacer por lo menos podrías intentar mantener tus pensa... —y no pudo terminar porque comenzó con un ataque de tos.

Maldita sea.

Le quité las cosas que tenía en las manos y lo obligué a volver a la cama.

— Cállate y acuéstate —dije.

— No, no quiero —chilló infantilmente. ¿Era posible que un hombre de 30 años hiciera este tipo de escenas?— Mi corazón tiene aún 14 años —comentó, girándose hacia mí y maldije una vez más a mi costumbre de decir los pensamientos en voz alta.

— Vas a llamar para decir que no vas, y te quedas hoy acá. Te levantas y te ato a la cama —le advertí amenazadoramente. Una inquietante sonrisa curvó sus labios y antes de que dijera cualquier cosa, tapé su boca con sus manos—. Ni te atrevas —susurré sombríamente, y él sonrió con inocencia bajo mi mano.

— Te amo, cielo —dijo, quitando mi mano, intentando usar todos los recursos para convencerme.

— Yo también, pero te quedas acá —sentencié, dándole un breve beso y yéndome a preparar el desayuno.

Sin Reservas (SA #2) |Finalizada|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora