Capítulo 2

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Esa noche dormí mal. Entre sueños, la melodía lejana que había oído en las escaleras se repetía una y otra vez. Yo sabia que significaba algo, pero cada vez que estaba a punto de averiguarlo, me despertaba. Al cabo de un rato, conseguí dormir de nuevo, y vuelta a empezar. También aparecía Álvaro, aunque todo era confuso y no tenía mucho sentido.
Aun dormida, sabía que para obtener respuestas debía  que entrar en esa parte del cerebro a la que nunca sé cómo acceder. Siempre he tenido la idea de que mi mente es una especie de habitación donde los pensamientos y recuerdos están clasificados ordenadamente. Al fondo de esa estancia hay una zona franqueada por una especie de niebla en la que por mucho que intento entrar no sé cómo hacerlo. Ahí se agrupan las sensaciones y los recuerdos relacionados con la separación de mis padres: situaciones que resultan tan difíciles de asimilar que permanecerán en estado latente hasta el día en que decida afrontarlas. Intuyo que hay información importante que debería conocer, solo que me da miedo.
Por fin llegó la mañana. Me quede un rato en la cama holgazaneando, pero el hiriente ruido de un taladro hizo insoportable aguantar ni un minuto más allí, así que bajé a desayunar y a disfrutar de una relajante ducha en la cabina de hidromasaje de mi madre.
Ya me estaba secando cuando oí el timbre. Me apresure a vestirme para abrir a lo que imaginé que sería el pedido de compra semanal. Era la tercera vez que llamaban cuando por fin alcancé la puerta, aunque aún m demoré un instante para enrollar la toalla alrededor de mi pelo. Nada más abrir, me arrepentí de no haber echado un vistazo antes a través de la mirilla, pues, para mi sorpresa, no era el repartidor del supermercado.
Al principio no me di cuenta de que era él, porque la noche interior apenas me había fijado en su cara. Sin embargo, el enorme tatuaje de su brazo me hizo caer en la cuenta de que se trataba de la misma persona del ascensor: dos serpientes enroscadas que se extendían en direcciones opuestas desde el hombro hasta la muñeca. Al mirar con más detenimiento, reparé en que los cuerpos de las reptiles eran eran en realidad dos pentagramas sobre los que descansaban notas y otros símbolos musicales. Aquel dibujo tenía algo hipnótico. Incluso parecía que las serpientes se retorcían alrededor del brazo y abrían sus mandíbulas para dejar ver mejor aquellos blancos y afilados dientes, que se clavaban en su oscura piel.
—Hola. Soy..., bueno supongo que soy tu nuevo vecino —su voz era amable, incluso dulce, melódica y educada. Chocaba con su aspecto, salvaje y transgresor.
Me costó levantar la vista de su brazo para mirar sus ojos, grises como el acero, con pequeñas motas azuladas, como si fueran las incrustaciones de una joya, y que me atraparon en su profundidad.
—Hola —respondí.
El magnetismo de su mirada me impedía desviar la mía, pero llegué a ver, o quizá a intuir, que sonreía ligeramente; sin embargo, la dureza de su expresión no cambió. 
—Se me rompió la broca del taladro y tal vez tú puedas prestarme una. Sólo sera un momento. Necesito terminar algo...
Entonces él parpadeó y cambió de postura para cargar el peso del cuerpo sobre otro pie, y el hechizo pareció esfumarse. Hasta ese instante no había podido tomar perspectiva y contemplar el conjunto de su cara. Sus rasgos eran afilados y angulosos, como si estuvieran perfilados con líneas rectas y aristas. Habrían parecido armónicas y hermosas de no ser por una larga e irregular cicatriz que atravesaba en diagonal sus gruesos labios desde el orificio nasal izquierdo hasta el hoyuelo central de la barbilla. A pesar de ello, su media sonrisa, con las comisuras hacia abajo, era dulce e infantil y, aunque en conjunto pudiera parecer mucho mayor, aposté a que sólo tendría dos o tres años más que yo.
—Si, claro —contesté por fin.
Desobedeciendo las instrucciones que mi madre llevaba repitiéndose siglos para que no admitiera la entrada a extraños, lo dejé pasar.
—¡Anda! —miró a su alrededor—. Ésta casa es igual que la mía, sólo que al revés.
—Espera un segundo. No tengo ni idea de dónde puede estar lo que pides...
Fui hasta el despacho de Eduardo, mi padrastro, y busque incapaz de distinguir, así que lo llamé.
—¿Puedes venir un momento? No sé exactamente qué necesitas...
Él se acercó. Era alto y, aunque delgado, su complexión era fuerte. Andaba despacio, con las manos en los bolsillos, y movía rítmicamente todo el cuerpo, como si sus pies fueran amortiguadores que lo hicieran rebotar apenas con cada paso. Sus facciones eran exóticas. Podía haber sido árabe o hispano. Su piel era demasiado morena como para tratarse de un simple bronceado. Me intriga de donde sería, porque, además, no tenía acento extranjero.
  Se puso de cuclillas y examino detenidamente las herramientas. Yo intentaba encontrar un tema de conversación cuando volvió a sonar el timbre. "Será el pedido", pensé, pero volví a equivocarme. Se trataba de un hombre que, para mi sorpresa, se identifico como policía.
—Perdona, guapa. Debo de haberme equivocado. No vive aquí José Luis Sandoval, ¿verdad? Creo que de acaba de mudar, debe de ser el tercero a la izquierda... —su voz era aguda y desafinada.
Tal vez era mi afición a los thrillers y a la novela negra, el caso es que no le pareció un policía "de verdad". No sabría explicar qué, pero algo en él me inspiro desconfianza. En primer lugar, iba solo y, según sabia por el padre de Laura, que también es policía, siempre trabajan en parejas, por lo que pueda pasar. Por otro lado, aunque sonreía y se mostraba amable, su mirada era dura e incisiva.
—No. Aquí no es —dije con mi mejor sonrisa—. De todos modos, yo acabo de volver de viaje. Cuando me fui, la casa seguía vacía. No se si ahora vivirá alguien...
—No te preocupes, guapa. Siento haberte molestado. Voy a intentarlo en la puerta de enfrente. Gracias.
—Adiós —me despedí y cerré la puerta.
Había mentido. Y sin ningún motivo. Pero algo me decía que era mejor así. Me acerque sigilosamente al despacho de Eduardo, donde mi nuevo vecino había hecho ya su elección y estaba cerrando la caja.
—Me voy a llevar esto y ahora te lo devuelvo —dijo alzando un estuche naranja.
—¿Tú te llamas José Luis Sandoval? —le pregunté en voz baja mientas entornaba la puerta tras de mí. Él me miro sin entender nada, pero no respondió.
—Él que acaba de llamar era un policía que se equivocó de puerta y buscaba a alguien con ese nombre.
—Está buscando al viejo no a mí —me interrumpió cortante—. ¿Qué quería? ¿Qué le dijiste?
—Que hasta donde yo sabía, no vivía nadie allí...
Me miró fijamente, supongo que intentando adivinar por qué había mentido.
—Bien. Gracias por el juego de brocas.
Estaba claro que no pensaba decir nada más, por su parte, el tema estaba zanjado. Sin embargo, antes de abrir la puerta que llevaba al descansillo, se asomó a la mirilla para comprobar que no había nadie.
—Si no eres José Luis, ¿quien eres? ¿Cómo te llamas? Se detuvo un instante antes de responder, como si dudara en hacerlo o no.
—Me llamo Oliver.
—Pues... hola. Soy Alexia.
No llegó a oírme. Ya había cerrado la puerta tras de sí.

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