capítulo 23

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—¡Hazme la ola! —dijo Gabriela pavoneándose mientras se dirigía hacia nuestra mesa. Era viernes y habíamos quedado en el bar de las patatas para salir después de parranda por Madrid. Por primera vez en mucho tiempo, estábamos todos: Gaby, Laura, Álvaro, Charlie y también Hugo. Nadie habría dicho que los primeros parciales de la uni estaban a la vuelta de la esquina.
—¿Y eso? —preguntó Laura.
—está todo listo para la fiesta —explicó—. He convencido a Rafa, el de El Escondite, para que, de cada copa, nosotros nos quedamos con un euro y medio. Si van cien personas y cada una se toma una copa, tendremos...
—Ciento cincuenta euros —intervino Álvaro al ver que Gaby no se aclaraba con las cuentas.
—Pues eso —continuó sin mirarle siquiera—, pero seguro que viene más gente, y que muchos se toman varias. La única condición que ha puesto es que tenemos que asegurarnos de que a las doce no quede ningún menor, y hasta ese momento no va a servir alcohol.
—Nosotras somos menores —Laura tenía toda la razón. Ninguna de nosotras había cumplido aún los dieciocho.
—Se refiere a menores, menores. Los de primero y segundo de bachillerato no contamos. Por los refrescos, sólo nos llevamos medio euro. Dice que ahí tiene menos margen. Según él, es mejor hacerlo un viernes, porque sólo tiene libre el 6 de febrero. Si no, nos iríamos a finales de abril, y seria demasiado tarde.
—Es muy poco tiempo para preparar todo... —nunca en mi vida había organizado una fiesta, pero estaba segura de que exigía bastante planificación —. ¿Kobalsky y los demás del grupo podrán ese día?
—Le llamé. Justo acaba de llegar al ensayo, que, como siempre, iba tarde, y me confirmó que no hay problema.
—¡Estás en todo, Gaby! —Laura estaba entusiasmada—. ¡Qué genial!
—Tranquila, que hay más. He pensado que esto tenemos que hacerlo a lo grande. La gente está muy mal de dinero con la crisis y, cuanto más saquemos, mejor. Pero para eso necesitamos unirnos al enemigo, así que le he mandado un whatsapp a Fran y le he dicho que...
—¿Que le has mandado un whatsapp al jefe de estudios? —preguntó Hugo con los ojos como platos—. Pero ¿cómo es que tienes el teléfono?
—¡Ay, por favor, a ver si te enteras de una vez de que, aunque parezca una chica, en realidad estás saliendo con un centro de inteligencia! Bueno,al grano, pues le dije que nos tenían que echar una manita con esto, y me llamó casi de inmediato entusiasmado. Dice que va a hablar con los demás profes y con otros institutos a ver qué consigue, pero que con él contemos fijo.
—Yo estoy contigo, Gaby —la sonrisa bobalicona de Hugo no dejaba lugar a dudas: estaba enamorado hasta las trancas.
—Así que hay que ponerse manos a la obra —continuó Gabriela, a la que, como siempre, parecía que hubiera dado cuerda—. Tenemos que empezar a publicarlo en Twitter, Facebook, Tuenti... Si hace falta, nos repetimos como el ajo, pero éste tiene que ser el acontecimiento del año en Villanueva.

                  ************

Mi primer clase en la autoescuela no había estado del todo mal. Pensé que me daría más miedo circular, pero la profesora me había llevado a un lugar apartado sin apenas coches, así que había sido fácil. Era una suerte que, por tener la licencia de moto, no fuera necesario que me presentara al examen teórico. Lo había aprobado una vez, pero no estaba segura de poder repetirlo.
Había ido directamente a la calle de conducir desde el instituto y sólo me había dado tiempo de comerme un sandwich por el camino, así que tenía un hambre atroz. Estaba abriendo la reja de la urbanización pensando en qué podría prepararme, cuando del interior apareció Oliver con una dunda de guitarra en las manos. Tan sólo había cruzado con él un par de palabras desde el día de Reyes, por lo que no sabía si estaba o no enfadado conmigo
—Hola —mi intensión era pasar de largo. Tenía tanta hambre que no quería detenerme.
—Hola —parecía extrañado de encontrarme allí, como si aquella no fuera también mi casa—. ¿Vienes del doctor?
—No. De la autoescuela.
—No sabía que te estabas sacando tu licencia.
—Empecé hoy —se había colocado en mitad de la puerta, así que no tenia modo de entrar. Para una vez que era yo la que no tenía ganas, a él de daba por charlar.
—Tienes que decirme a qué hora tienes las clases para quedarme en casa. Si conduces el coche igual que la moto, prefiero andarme con cuidado.
¡Vaya! Tenia el modo graciosillo el muy idiota.
—No te preocupes, es fácil distinguir de lejos un coche tan "moderno" como el tuyo. No me acercaré —intenté de nuevo franquear la entrada, pero no hubo manera—. ¿Puedes echarte a un lado para que pueda pasar?
—Podrías acompañarme —dijo sin moverse.
—¿A dónde?
—A casa de Fran.
—Paso. ¿Qué pinto yo allí?
—Es que me pidió que le deje este bajo. Va a tocar en la fiesta con nosotros.
Cuando Gaby hablaba del "acontecimiento del año en Villanueva", no creo que estuviera pensando precisamente en Fran como estrella del evento.
—Tú tienes un rollo muy raro con los profesores. Lo sabes, ¿verdad? —no conocía a nadie más que se codeara de esa forma con ellos y que incluso visitara sus casa.
—No pensaras que también me acuesto con él por interés, ¿no? —replicó con una sonrisa.
—No, en este caso creo que es sólo por placer —respondí burlona.
—Anda, vente. Si es un minuto...
Mi estómago estaba a punto de morir por inanición, no tenia ninguna gana de ir a casa de Fran y debía terminar los deberes y plancharme la ropa del día siguiente ni no quería ir como una pasa. Tenía mil razones para no acompañarlo y un problema: no sabia decir que no. Debía resolver eso cuanto antes.
—Está bien —accedí al fin —. Pero no nos enrollamos mucho, ¿vale? Estoy hambrienta.
Fran vivía a las afueras, en una urbanización retirada al otro lado de la carretera principal que dividía Villanueva en dos partes. Mi casa estaba en la zona " urbana" del pueblo, relativamente cerca de la calle Real, la plaza y el Ayuntamiento. El otro margen, por el contrario, era meramente residencial y reunía infinidad de colonias de chalets. Hacia mucho tiempo que no pasaba por allí y me sorprendió lo que había crecido. Las últimas veces había estado en casa de Álvaro, pero de eso hacía una eternidad, ya que había sido antes de irme a Estados Unidos. Aunque habían mansiones impresionantes, me gustaba más mi zona. Creo que me habría dado miedo vivir en un sitio tan solitario, sin vecinos cerca.
Fran nos recibió con una sonrisa. Siempre era muy amable, pero allí, fuera del entorno del instituto, se mostró aún más cercano. Insistió varias veces en que tomáramos algo.  Yo habría accedido gustosa, pero Oliver declinó la invitación, así que espere pacientemente en el sofá, mas muerta que viva, mientras ellos hacían pruebas de distintos amplificadores. Después de más de una hora, por fin nos fuimos.
—La verdad es que Fran en un buen tipo —dijo Oliver mientras nos dirigiamos de vuelta al coche.
Para mi vergüenza, cuando me senté, mis tripas rugieron desatadas.
—¡Vaya! Tal ves deberíamos haber aceptado la invitación —se burló. No respondí; para qué, si ya estaba roja como una manzana. Oliver sen inclinó hacia la guantera para sacar las gafas y cogió también una pequeña bolsa de patatas y una lata de coca-cola que me tendió—. Toma, como algo.
—No, gracias. Si ahora enseguida llego a casa... —aquellos snacks con sabor a jamón eran una gran tentación, pero debía cuidarme. Aunque había conseguido adelgazar un poco después del accidente, todavía tenia que perder un par de kilo.
—Ya que estamos aquí, había pensado que podíamos ir a... un sitio. ¿Tines prisa?
—¿Dónde? Aquí no hay nada.
—¿Crees que tu estómago podrá aguantar un poco más?
—No —respondí tajante—. Cortes el riego de que muera en tu coche. No te vendría bien con tu historial...
Mi miró con incredulidad y, sin decir nada, puso el intermitente para tomar una carretera mucho más pequeña. Por suerte, el tic tac sonaba tan fuerte que ahogó un nuevo bramido de mis tripas. No me quedó más remedio que atacar las patatas.
Fuimos pasando de una calle a otra, cada vez más pequeñas y peor asfaltadas. El día estaba muy nublado y no faltaba mucho para que anocheciera. Resultaba difícil reconocer las casa. Eran casi iguales y quedaban ocultas tras las elevadas tapias. Parecía un laberinto. Íbamos en silencio, escuchando la música que salía del moderno reproductor. Un tipo de voz profunda cantaba lentamente. "Leonardo Cogen" indicaba la pantalla. De no haber estado tan impaciente por saber dónde íbamos, me habría quedado frita.
—Es una calle cerrada —le avisé apuntando a la señal cuando giramos por un camino de gravilla.
—No te preocupes. Vamos bien.
La calle estaba flaqueada por una valla uniforme en la que se abrían las puertas de acceso a las viviendas y los garajes. A pesar se ser sólo las seis y media, las farolas comenzaron a encenderse. La parte final del callejón estaba a oscuras por las sombras que proyectaban los espesos arboles, entre los que apenas se distinguía la estructura vacía de un edificio.
Cuando Oliver se acercó con el coche, pude ver parte de una fachada derruida y caí en la cuenta de dónde estábamos: era su casa. Sólo el muro de piedra que bordeaba el jardín permanecía intacto. Los fragmentos de pared que aún se mantenían en pie estaban negros por el humo o deteriorados por el paso del tiempo. La mayor parte de los pilares y las vigas habían quedado a la vista. Parecía es esqueleto de un cuerpo consume do por el fuego.
Bajamos del coche en silencio y nos acercamos a la puerta. Del picaporte aún colgaba un pequeño fragmento de la cinta del precinto policial. Se han a levantado algo de viento y movía las copas de los arboles del interior del jardín, lo que confería un aspecto aún más fantasmal a la vivienda. Me subí del todo la cremallera del abrigo y levanté las solapas para cubrirme el cuello.
—¿Quiere entrar? —me preguntó.
Intenté atisbar lo que había detrás del muro de piedra; su altura lo impedía. Algo me decía que no debía pasar de ese punto, pero sentía mucha curiosidad por conocer de primea mano el escenario donde había ocurrido todo.
—No podemos —señalé la cinta policial.
—Claro que sí, aunque no por aquí.
Caminó hasta un extremo del vallado, que hacía esquina con la tapia de la casa vecina, y escaló ágilmente apoyando los pies primero en la pared y la ego en otra hasta sentarse en lo alto de la piedra. Estaba loco si pensaba que podía imitarle.
—Yo no puedo subir así —protesté—. ¿Por qué no me abres la puerta?
—Está cerrada. Venga, no es complicado. Ya viste cómo lo hice yo...
¡Como si fuera tan sencillo! Parafraseando a mi padre cuando hablaba de los negocios en los que trabajaba como sultor, tenía numerosas "barreras de entrada". En primer lugar, estaba mi torpeza natural; en segundo lugar, la ley de Murphy: si existía una mínima posibilidad de que me cayera, por pequeña que fuera, besaría el suelo sin remedio; y, en tercer lugar, mi pierna, a la que, aunque iba mejorando, todavía le quedaba un largo trecho para estar del todo operativa.
—De verdad que no puedo. Te espero en el coche.
—Anda, ven —se dejó caer desde lo alto como un gato—. Pon un pie aquí... —indicó un saliente—. Bien. Ahora el otro aquí.
Hay situaciones en la vida que directamente sería mejor ahorrarse, como encontrarse a mitad de recorrido entre las dos paredes sin ser capaz de retroceder con el trasero a la altura de la cara de Oliver.
—No puedo —me di por vencida—. Me duelen mucho los dedos de agarrarme a las piedras y me tiembla la pierna mala.
—Nunca te había visto desde esta perspectiva. Casi me gusta más...
¿Por qué se lo tomaba a broma? Me iba a caer en cuanto dejara de sentir por completo las manos, algo que no tardaría mucho en ocurrir.
—Oliver, te lo estoy diciendo en serio.
Supongo que el tono suplicante de mi voz le hizo reaccionar, porque me sujetó con fuerza las piernas y desde allí ya pude darme impulso con los brazos. Me senté en lo alto del muro a tomar aliento.
La vista era a la vez preciosa y dramática. Mas allá de la casa, por encima fe la valla del otro lado, se divisaba el perfil oeste de Madrid: las torres Kio, los cuatro enormes rascacielos, los edificios más bajos... Parecía un hermoso cuadro rodeado en su parte superior por un marco malva, rosa y púrpura, que eran los colores que tenía en ese momento el cielo, y por el verde de El Pardo en su parte baja. Era grandioso.
Sin embargo, el color negro y gris de la casa, llena de agujeros y escombros, daba buena cuenta de lo que allí había ocurrido y sobrecogía de tal modo que hasta la increíble panorámica resultaba conmovedora.
Oliver bajó de un salto hasta el césped, que se elevaba casi a la altura de las rodillas. Hubiera necesitado su ayuda, pero, como se dirigió directo hacia la casa y no quería quedarme ni un momento a solas en aquel escalofriante lugar, no me quedó más remedio que bajar por mis propios medios.
Le seguí de cerca hasta el interior del chalet. No había nada más que escombros en el suelo y los tabiques ennegrecidos. A la izquierda, pude distinguir una pared con azulejos, lo que deduje que seria la cocina. Parecía imposible que alguna vez hubiera sido habitable, que hubiera habido muebles, alfombras, libros...
—¿Por qué todo sigue así? ¿No se puede arreglar?
—El seguro no quiere hacerse cargo. Al ser provocado, dicen que no es cosa suya.
—¿Y qué va a pasar entonces?
—Nada, de momento. Es un proceso muy complicado y ahora mismo no se puede vender siquiera, aunque no sé quién querría comprar esto.
Nos dirigimos hasta las escalera, que supuse que se mantenía en pie por su estructura de hormigón. En el primer y segundo tramo no quedaban restos de la barandilla, así que subí pegada a la pared. Pasamos de largo la primera planta y accedimos directamente a la segunda, que se conservaba en mejor estado. Era muy tenue la luz que se colaba por las ventanas sin cristales, pero pude distinguir los restos de un dormitorio: un somier retorcido, una estantería rota, el mástil de la guitarra...
No sé si eran imaginaciones mías, pero me parecía sentir el olor a gasolina. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al recordar el relato de Oliver. Él se dio cuenta y me lanzó una sonrisa triste, al tiempo que desaparecía en el interior de la otra habitación. Lo seguí y enseguida reconocí el baño que describió en la sesión de hipnosis. Muchos azulejos se habían desprendido de la pared, pero la ducha, el lavabo y todo lo demás se mantenían en su sitio. En el lateral izquierdo se abría un enorme agujero en la fachada, donde aún quedaban algunos fragmentos de vidrio del pavés. Me asomé con cuidado. Habían muchos metros hasta el suelo y él había saltado por allí... Me coloqué bien el abrigo, pero no sirvió de nada, porque la sensación de frío venía de dentro. La orientación era justamente la opuesta a la de la valla posterior y desde allí se divisaba la sierra, con las cumbres blancas por la nieve. El sol se estaba ocultando en ese momento tras una montaña y el propio cielo parecía arder en llamas. Era extraño que por aquella horrible abertura pudiera verde algo tan hermoso. Oliver se sentó para contemplar en imponente atardecer y yo lo hice a su lado. Rodeé con mi brazo el suyo y apoyé la cabeza en su hombro. Algo me decía que él necesitaba sentir mi contacto y lo mismo me ocurría a mí.
Nos quedamos en silencio hasta que el sol desapareció por completo. Nuestras respiraciones se habían acompasado y su cabeza descansaba sobre la mía. El olor a gasolina de había disipado y hasta mí sólo llegaba el aroma de su abrigo y su cuello. Permanecí inmóvil mientras deseaba que aquel momento no terminara nunca. No quería separarme de él. Daba igual que a nuestro alrededor sólo hubiera polvo, escombros y ceniza; no había nada comparable a sentir su calor, respirar el aire que él respiraba y ver lo mismo que percibían sus ojos.
—Deberíamos irnos —dijo con voz suave, pero no se movió.
—Sí —respondí sin moverme yo tampoco.
La oscuridad nos estaba envolviendo. Pronto desaparecían los últimos rayos de luz que aún salían de detrás de la montaña.
—Me alegro de que saltaras y consiguieras salvarte —susurré. Noté un leve estremecimiento en su cuerpo.
—Hace tiempo deseaba que todo hubiera terminado —dijo con voz suave—, que nunca me hubieran reanimado...
Se me hizo un nudo en la garganta, que no desapareció al tragar saliva.
—Cuando estaba en el suelo y se acercaba el final, sentí una gran paz. Era liberador estar muerto, acabar todo —continuó. La tranquilidad con la que hablaba hacía aún más sobrecogedoras sus palabras—. Ya no tendría que discutir con nadie ni demostrar nada. Se acabaron los gritos, la rabia, el desprecio; se acabó echar de menos a mi madre y a mi abuela; se acabó el esfuerzo de no querer a nadie para no tener que sufrir su pérdida...
Apreté con fuerza su brazo, aunque creo que más para infundirle ánimo fue para demostrarme a mí misma que estaba allí a mi lado y que nada de lo que decía había ocurrido realmente...
—Pero conseguí salir adelante, olvidarme de lo que me faltaba y preocuparme sólo por tener una vida que más o menos estaba bien... Hasta que te conocí.
Me incorporé como accionada por un resorte.
—¿Por qué dices eso? —casi no me salía la voz. Se tomó su tiempo para responder.
—Alexia... A veces pienso que sería mejor no haberte conocido.
La sorpresa de aquella confesión me impidió articular palabra.
—¿Sabes por qué esperé en el hospital a que llegaran tu madre y tu padrastro cuando tuviste el accidente?
Negué con la cabeza. El nudo cada ves era más grande.
—Porque no quería que, si finalmente morías, lo hicieras sola. Conmigo no había nadie y, a pesar de lo dulce y tranquilizadora que pueda parecer la muerte, da miedo. Debía hacer lo que se tiene que hacer y estar contigo. Pero entonces llegaron tu madre y tu padrastro. Cuando salí del hospital, no me fui a casa. Le dije a Morgan que se marchara y esperé. Al poco vi llegar a otro hombre, que ahora sé que es tu padre, a tu tía, a tus amigo... ¿Sabes cuánta gente tienes a tu alrededor?
Había cierto tono de reproche en su pregunta, por lo que me abstuve de contestar y dejé que siguiera hablando.
—Creía que tenía una vida más o menos feliz, que no necesitaba nada más. Pero a tu lado me he dado cuenta de todo lo que me falta —con un dedo escribió "pero a tu lado" sobre el polvo del suelo—. He visto lo que es tener una familia. Tu madre te dejó su vídeo y sus películas, te subía la comida todos los días antes de irse, te llamaba varias veces para asegurarse de que estabas bien... No era convierte de toso lo que me faltaba hasta que te conocí. A veces resulta demasiado doloroso tenerte tan cerca...
—Pero yo no tengo la culpa... —mi voz salió áspera y entrecortada.
—No, claro que no —su sonrisa era amarga —. Y me alegro por ti, de verdad que sí. Pero todo sería meas fácil si te apartara.
—¿Y por qué no lo haces?  —mi pregunta sonó como un grito en aquel silencio. Respiró hondo antes de contestar.
—No lo sé... —dijo finalmente —. No lo sé... —respiró más bajo acercando tanto su cara a la mía que podía respirar su aliento —. No lo se... —susurró de nuevo apoyando su frente contra la mía.
Me oí a mí misma tragar saliva y sentí que él también lo hacía. Tenía los labios entreabiertos, esos carnoso labios que me atraían como si de un imán se trataran. Iba a besarme, lo sabía, y deseaba que lo hiciera con todas mis fuerzas. La oscuridad alcanzó su rostro. Ya no podía verlo.
No sé cuanto tiempo estuvimos así ni por dónde discurrían sus pensamientos. Sólo sé que retrocedió. Se separó de mí y se puso en pie pesadamente. Supuse que nuestras pisadas habrían borrado ese mensaje inacabado: "pero a tu lado..." y, con él, la esperanza de que abriera la puerta de su vida y me permitiera hacerle un poco más pequeña su soledad.
—Tenemos que irnos o nos mataremos al bajar.
Me levanté con torpeza. Las piernas me temblaban, más por los nervios que por ha era permanecido tanto tiempos quieta. Me sacudí el polvo de los pantalones mientras intentaba ordenar mis ideas. Él me esperaba en la puerta con el móvil encendido para iluminar el camino. A pesar de la oscuridad que rodeaba su cara, me pareció ver una expresión de abatimiento.
Nos dirigimos en silencio hacia la tapia. Desde ese lado era más fácil cruzarla, pues había un poyete de piedra y no hacía falta más que impulsarse con los brazos. Seguíamos callados cuando nos sentamos en el coche. Él buscaba un CD en un estuche y yo intentaba calmar mi mente, que parecía estar centrifugando.
La música de High comenzó a sonar en mi bolso. Tardé un instante en darme cuenta de que salía de mi móvil. Era mi madre, que me sometió al interrogatorio habitual: dónde estás, a qué hora vas a venir, hiciste los deberes, que comiste. En cualquier otro momento, habría pensado que era una pesada. Pero, después de la conversación con Oliver, agradecí enormemente su preocupación. Tal vez debería enseñarla a usar el localizador del móvil, para que siempre supiera dónde estoy. No pude reprimir una sonrisa triste al ver el icono de Oliver y el mío en la pantalla. Aquellos muñequitos estaban tan cerca que parecían casi superpuestos y, sin embargo, en la vida real, estábamos a kilómetros de distancia.
Cuando por fin llegamos y aparcó el coche, mi cabeza seguía pasando de revoluciones. Sin embargo, no podía irme sin más, no podía dejarlo estar.
—Creo que es muy injusto que quieras apartarme de tu lado sólo por tener una familia —dije al fin sin mirarle.
—Olvida lo que dije —respondió con gravedad.
—No puedo. Te considero mi... amigo y no quiero que eso cambie... No puedes echarme de tu vida sólo porque te gustaría que fuera como la mía. No es justo.
—No, no lo es —admitió—. Vete a casa, anda.
—¿Tú no subes?
—No. Tengo cosas que hacer.
—Pero tenemos que hablar. Antes, en el chalet, tú... Pensé que...
—De verdad que tengo que irme. Hablamos en otro momento.
Salí del coche y, casi sin que me fuera tiempo a cerrar la puerta, arrancó.

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