Capítulo 24

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Típico de Gabriela. Era ella la que en teoría se estaba encargando de la fiestas, pero cuando Fran le dijo que la necesitaba esa tarde en el instituto para que le echara una mano, me rogó y rogó hasta la saciedad que fuera yo en su lugar. Hay que reconocer que la excusa no era mala. Su padre andaba muy mosqueado porque, desde que estaba con Hugo, paraba poco por casa. Prefería ahorrarse las "salidas innecesarias" y endosármelas a mí. Y allí estaba yo un jueves por la tarde, comprobando los permisos paternos para la fiesta de los alumnos más pequeños y haciendo recuento de entradas.
No había nadie. De pronto, fui consciente de que estaba sola en el instituto y esa soledad comenzó a pesarme como una losa. A través de la ventana, no podía ver nada más que el reflejo de los fluorescentes sobre la cerrada oscuridad y las pequeñas gotas de lluvia que resbalaban por los cristales de la sala de estudios. Me arrebujé el abrigo. Ya había terminado y no tenía nada más que hacer, sólo esperar a que Fran y Oliver volvieran de descargar los instrumentos para la fiesta. Hacía rato que se había ido, aunque no sabría precisar en tiempo exacto.
Me invadió una repentina urgencia por salir de allí. Me coloqué la mochila en el hombro y me puse en pué con tanta brusquedad, que la silla chirrío con un quejido sordo que inundó toda la estancia. Cuando el silencio se hizo de nuevo, parecía que el repiqueteo de la lluvia al chocar contra el tejado de chapa se hubiera amplificado y martilleaba mis oídos.
Abandoné el aula a toda prisa y me dirigí por el pasillo en semipenumbra hacia la salida. Iba todo lo rápido que podía, porque la pierna me seguía tirando, hasta que al final eché a correr torpemente. Tenía la angustiosa y a la vez absurda sensación de que alguien me seguía. Mi yo más racional me decía que no era más que una fantasía sacada de los cientos de películas de terror ambientadas en institutos con las que acompañé mis momentos de melancolía en Estado Unidos: pero el miedo es libre y no tenía valor de volverme para ratificar que todo era una mala jugada de mi imaginación.
Al doblar el pasillo, escuché música en el salón de actos. ¡Habían vuelto!
Aunque respiré hondo e intenté tranquilizarle antes de abrir la puerta, la empujé con tanta fuerza que golpeó con violencia la pared. Oliver, que estaba sentado al piano, dejó de tocar al verme, por lo que el estruendo del portazo se hizo aún más patente. Miré alrededor y no vi a Fran por ningún lado.
—¿Estás solo? —pregunté mientras dejaba la mochila en una de las butacas abatibles y me sentaba en otra. Hacía tanto ruido con cada uno de mis movimientos que me sentía como un elefante gordo y torpe. Me exasperaba mi incapacidad para moverme ágilmente. Cuando era niña, me moría de envidia al ver que Laura bajaba a toda velocidad la escalera de colegio sin hacer apenas ruido, como si sus pies nunca llegaran a posarse del todo. Y detrás, siempre iba yo, con toda esa inmanejable humanidad, haciendo un ruido atronador a cada paso que daba.
—Fran está en su despacho. Tiene que hacer no sé qué. Ahora bajará —apenas mi miró al responder. Cerró la tapa del teclado. Era evidente que lo había interrumpido, pero pesaba más mi reticencia a volver a casa sola en esa noche lluviosa que el hecho de que mi presencia no fuera bienvenida.
—No lo dejes por mí. Toca algo, anda.
—Paso. Me da pena.
—¿Qué te da pena? ¿Y qué se supone que vas a hacer en la fiesta?
—Es distinto. En los conciertos hay gente, en abstracto; pero así, de tú a tú, me da vergüenza. Además, lo mío es la guitarra.
Aunque parecía serio, el brillo burlón de sus ojos me hacía dudar si estaba bromeando. Desde luego, al entrar, no le había dado la impresión de que se le diera nada mal el piano.
Nos quedamos en silencio. Resultaba incómodo estar a solas con él sin saber qué decir. Aún teníamos han conversación pendiente, pero ni por asomo iba a ser yo quien la sacra a relucir.
—Anda, venga —le animé —. Si yo tengo un oído enfrente del otro. Cualquier cosa me va a parecer bien.
—¿Y qué quieres que toque?
Me pareció percibir cierro retintín que marcaba el doble sentido, pero, como no estaba segura, preferí hacerme la tonta para no exponerme innecesariamente.
—No sé, algo que se pueda tocar al piano...
—¿De James Blunt, por ejemplo?
Otra vez ese sarcasmo. Aunque me pesara, tuve que reconocer que justo estaba pensando en él. ¿Qué tenía de malo James Blunt? Componía sus propias canciones, canciones capaces de hacer soñar, llorar y suspirar a todo aquel que se tomara la molestia de escucharlas, algo que sin duda él no había he hecho. Me esforcé en recordar algún pianista conocido, pero mi cultura musical era tan pobre que daba vergüenza.
—¿Algo de los Beatles? "Imagine" es con piano ¿no? —queda bien mencionar a los Beatles, porque nadie se atreve a confesar que no les gusta y suena muy cool.
—"Imagine" es de John Lennon, no de los Beatles —dijo con condescendencia mientras abría de nuevo la tapa de piano y arrancaba las notas de la canción. Siempre me han sobrecogido los sonidos tan maravillosos que pueden crearse con lo que no deja de ser una caja llena de cuerdas. Es mágico que de un trozo de madera salga algo que más parece de dioses que de humanos—. Así que, además de James Blunt, sólo conoces a la Beatles. ¿Dónde se han quedado todos mis esfuerzos por mostrarte que hay más vida musical fuera de tu iPod?
Me molestaba enormemente ese aire de superioridad. Me habría encantado encontrar un cantante desconocido y minoritario, de esos que con sólo mencionarlos entras a formar parte de una selecta élite. Repasaba a toda velocidad los temas de la lista que me había creado en Spotity y los discos que escuchaba Eduardo, pero de la mayoría de ellos no conocía siquiera el nombre.
—¿Algo de Elton John? Poca gente toca el piano con él —no es que fuera lo que se dice "minoritario", pero me servía para salir del paso.
—Muy alternativo —replicó con ironía—. Así que Elton John... ¿y qué canción exactamente? ¿Alguna poco cursi como " Candle in the Wind"?
—A mí me parece bonit... ¿Qué pasa? ¿Crees que soy una inculta por no conocer unos musiquillos transnochados de los que sólo tienen noticias su madre y algún que otro friki como tú? —tenía la portentosa habilidad de sacarme de mis casillas. Él sonreía divertido y eso me irritaba aún más —. ¿Sabes lo que pasa? —continúe—, que cuando una tiene una vida normal, con ocho asignaturas que debe aprobar por sus propios medios, no le queda mucho tiempo para investigar si Elton John tocaba el piano o las maracas.
Su sonrisa era cada vez más pronunciada, proporcionalmente a mi rabia.
—¿Por qué te enojas? Sólo he dicho que qué quieres que te toque. Si cada vez que te pregunten algo así te vas a poner como una fiera, no vas a conseguir que te "toquen" nada nunca... —ahora sí que era evidente que lo decía con doble sentido.
—¡Tú sí que eres un imbécil! No sé por qué aguanto, la verdad.
—Venga, no te enfades. A ver si te gusta esta... Se llama Feel —chasqueó los nudillos—. Es de Robbie Williams. ¿Lo conoces? Agradeció públicamente a tu amigo Elton John que le ayudara a rehabilitarse.
—¡Claro que la conozco! —a ver si se pensaba que por "tocarme" una canción se me iba a pasar el enojo.
—Es un músico que a mí me encanta. De hecho, diría que ésta es mi canción favorita de las suyas. Ya te subiré algo de él a la lista.
Me crucé de brazos para mostrar mi indiferencia, cuando comenzó a tocar una melodía grave e increíblemente bonita. No sé qué efecto mágico tenía, pero poco a poco la rabia se fue diluyendo para dejar paso a un sentimiento de verdadera admiración. Sus manos se movían de manera vertiginosa por el teclado. ¿Cómo podía hacerlo sin siquiera mirarlo? Tras unos cuantos acordes, empezó a cantar. La combinación de la música y su voz, dulce y desgarradora al mismo tiempo, llenó toda la sala y me so recogió. Hablaba de alguien que no encuentra su lugar, que lo quiere morir pero tampoco le entusiasma especialmente seguir vivo, que lo que quiere es sentir, sentir verdadero amor, porque está desperdiciando su vida.
En seguida entendí por qué le gustaba, le retrataba a la perfección. Era como la banda sonora de su propia existencia, la de alguien que no se atreve a mirar atrás y sigue adelante sin demasiadas esperanzas de que las cosas vayan a mejorar.
Me senté en el suelo junto al banco en el que se encontraba él y cerré los ojos para concentrarme en su voz, en su preciosa voz. Notaba cómo la música se infiltraba en mi interior por cada poro de la piel, como si el resto de los sentidos hubieran abandonado mi cuerpo y lo único que pudiera hacer fuera escuchar. No sé si él también podía sentir la conexión que se estaba creando entre nosotros y que se iba intensificando a medida que la canción avanzaba, como si cada una de las notas, en lugar de propagarse libremente, estuviera dirigida a mí, me atravesara colándose en mi flujo sanguíneo y recorriera todo mi ser. Su voz me cubría por completo y penetraba en mi interior con un calor efervescente que sacudía y hacía temblar mi alma.
Algo se movió muy dentro de mí y supe en ese instante que estaba enamorada. Por mucho que me costara admitirlo, había sucumbido a todo eso que se escondía bajo esa coraza de inaccesibilidad y misterio, a ese ser que, inconcebiblemente, era capaz de crear magia y mostrarse vulnerable. Era un error, una estupidez y una temeridad, lo sabía, pero también era consiente de que no había nada que pudiera hacer para evitarlo. No tenía sentido seguir pensando que sólo se trataba de una atracción física. Hacía mucho tiempo que las ganas de hacerle más llevadera su soledad y su pesada carga, de compartir cada minuto de mi vida con él habían superado con creces el deseo que su cuerpo despertaba en mí. ¿Cómo podía odiarle y quererle al mismo tiempo? Porque detestaba profundamente esa parte de él tan fría y distante, tan hiriente, tan escalofriante... Y, sin embargo, adoraba la sensibilidad que dejaba ver de tanto en tanto, como en ese preciso momento.
Cuando se hizo el silencio, que llevó unos segundos salir por completo del estado en que me encontraba. Al abrir los ojos, descubrí que se había sentado junto a mí, más cerca de lo que esperaba. Me miraba con na mezcla de curiosidad y extrañeza, fui consciente de que las lágrimas resbalaban por mis mejillas.
—Esta canción... es preciosa —me salió un hilo de voz temblorosa. Me observaba serio, aunque no con esos ojos fríos e inertes que tanto me inquietaban, sino con una mirada más transparente—. Eres... eres... increíble.
Lentamente, acercó su rostro al mío. Sentí que todo se detenía salvo mi corazón, que bombeaba tan fuerte que quizá hasta él pudiera oírlo.
—¿Te gustó? —preguntó en un susurro mientras con el dedo índice secaba una lágrima. Un nudo en el estómago me impedía hablar, así que me limité a asentir con la cabeza.
—Siento haberte echo llorar. Sólo quería que se te pasara el enfado.
—No estoy enfadada. Es sólo que tu canción es...
—No es mía —me corrigió.
—Yo creo que sí... —susurré mientras le acariciaba la cara.
Me miró desconcertado. Tardó unos segura dos en reaccionar, pero, sorprendentemente, no me apartó de él, sino que apretó su mejilla contra mi mano. Y, como si se desnudara, se dejó llevara para concentrarse en mi contacto. Cerró los ojos y estrechó mis dedos con los suyos. Parecía un animal frágil y herido que necesita que lo acaricien para reconfortarse.
Deseaba que el tiempo se congelara en ese instante, pues era la primera vez que tendía un puente sobre ese abismo de inaccesibilidad que me impedía llegar a él. Habría dado cualquier cosa por tenerle siempre así, siempre.
—No deberías perder el tiempo conmigo. Soy un caso perdido —musitó clavando sus ojos en los míos y rompiendo el encantamiento.
—Tal vez yo pueda rescatarte —respondí, sosteniéndole la mirada.
Entonces él pasó la mano que tenia libre detrás de mi cuello y me atrajo hasta él, a unos milímetros de sus labios.
—Esto no puede terminar bien —dijo mientras con su dedo pulgar me acariciaba el nacimiento del pelo.
—Eso no lo sabes...
El ruido de la puerta al abrirse me provocó un respingo. Me levanté como un resorte. Él permaneció sentado. A pesar de que no cambió el gesto, supe que la tierra había vuelto a hundirse a su alrededor formando un profundo foso y acabando cualquier posibilidad de acercarme a él.
—Chicos, ya estoy —Fran entró con un enorme fardo de exámenes—. Perdonen la espera, pero tenia que terminar unos asuntillos. ¿Los llevó a casa?
—Ya tengo planes. Vienen a buscarme —contestó Oliver.
—Yo no tengo cómo volver... —me preguntaba si, en caso de que Fran no se hubiera ofrecido a llevarme, lo habría hecho él.
Tras alagar la luz, nos dirigimos hacia la salida. Oliver caminaba un poco rezagado mientras se colocaba los audífonos y consultaba el móvil.
—¡Soy un idiota...! —exclamó Fran cuando ya salíamos al porche —. Olvidé las llaves y tengo que dejar la puerta cerrada al salir. ¡Qué torpe! Lo siento, bajo en un minuto. ¿Me detienen esto un momento? —no esperó a que Oliver respondiera para depositar la pila de papeles sobre su su brazos.
Esperamos en un silencio tenso a que desapareciese por la escalera. Él aparentaba estar concentrado en su móvil, así que decidí ser yo la que hablara.
—Lo de antes... —dije después de carraspear. Pero el pitido de un coche nos interrumpió.
Los dos nos volvimos simultáneamente. A pesar de la lluvia, pude reconocer a Morgan en la vieja tartana de Oliver.
—Toma —espetó mientras me entregaba los papeles.
No respondí. Me limité a observar cómo corría hasta meterse en el coche. Morgan le sacudió el pelo húmedo y se acercó a decirle algo al oído. Me saludó de lejos con una gran sonrisa y me hizo gestos para que me montara con ellos. Sin embargo, él le dijo algo que le hizo cambiar de idea. Ella se encogió de hombros, me lanzó un beso y arrancó para desaparecer en la oscuridad.
—¡Aquí están! —Fran hizo tintinear las llaves—. ¿Ya se fue Oliver?
—Acaba de marcharse —por mucho que lo intenté. No pude disimular la decepción de mi voz.
—Pues vámonos nosotros también. Dame estos pepeles —dijo recuperando su fardo de exámenes —. ¿Cómo va la pierna? ¿Crees que podrías correr hasta el coche?
Asentí mientras me enfundaba en la capucha y emprendía la carrera hacia el aparcamiento de profesores. La tenue luz de las farolas era insuficiente para iluminar la calzada a través de la densa corona de agua y proyectaba lóbregas sombras sobre los charcos. Tal vez eso explicara por qué creí ver la silueta de una persona tras los matorrales, ya que, cuando el coche de Fran iluminó con sus faros aquella zona, pude comprobar que no había nadie.

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