Capítulo 19

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Pasaron varios días sin saber nada de Oliver, pero yo no podía quitármelo de la cabeza. A cada momento me asaltaban imágenes suyas: sus ojos grises, su sonrisa, sus tatuajes y esa gota de líquido y esa gota de líquido resbalando por su cuello minutos antes de invitarme a meterme en su cama. Pero ¿qué me estaba pasando?
Por otro lado, estaba Álvaro, que si bien había pasado a un segundo plano, seguía rondando mis pensamientos. Sabía por Laura que las cosas no le iban muy bien y que él debía de seguir en la misma línea. No me había llamado ni escrito después de la conversación telefónica y, desde el día de la pelea, no habíamos vuelto a coincidir.
En el instituto todo el mundo estaba atacado con los exámenes. Yo no es que los llevara mejor que el resto, pero que te ocurran determinadas cosas en la vida hace que relativices bastante las prioridades, y una nota baja en Matemáticas o Física no parece algo grave.
Además, me encontraba de muy buen humor porque, al fin, me había podido desprender de la muleta. Aún debía realizar algunos ejercicios en casa y tener un poco de cuidado para no forzar la pierna, pero era un gran alivio no depender más de aquel artilugio metálico.
Llevaba estudiando toda la tarde y esta harta, así que, aunque casi era la hora de cenar, aprovechando que mi madre y Eduardo aún no había regresado, decidí hacer algo de limpieza en mi habitación. El armario estaba a reventar y mi madre había amenazado que, o quitaba algunas cosas que ya no me ponía, o escogería ella sin ningún miramiento lo que iba a llevar a la parroquia. Debía tomar medidas cuanto antes, porque sabía que, igual que la Mafia, cumplía sus amenazas. Además, era absurdo acumular ropa en la que no me iba a poder meter nunca más en la vida y debía asumir los cuatro o cinco kilos que había ganado en los últimos años y que, cómo no, se me habían concentrado en el trasero y el pecho.
Estaba sumergida en un inmenso montón de ropa, con Los 40 a todo volumen en la radio, cuando oí que alguien llamaba a la puerta. Me encontré con un repartidor chino que debía tener el mismo nivel de español que yo de mandarín. Me mostró la nota que llevaba, pero aquello se entendía tanto como las recetas de un médico. Seguro que era la cena de Oliver, así que llamé a su puerta.
—¿Será esto para ti? —le pregunté cuando salió a abrir. ¡Vaya pinta! Llevaba un pañuelo en la cabeza y una camiseta zarrapastrosa con unos jeans igual de viejos.
—Sí. Qué rápidos son estos. Un momento.
Se limpió las manos en los pantalones y rebuscó en los bolsillos. Pagó y volvió a cerrar la puerta sin mediar palabra.
Quizá debía acostumbrarme a su poca amabilidad natural y asumirla como algo característico suyo que nada tenía que ver con los demás. Era un rasgo más de su personalidad, al igual lo eran sus ojos grises o su voz profunda. Subí a mi cuarto para continuar con la ropa. Tony Aguilar seguía en la lista de la radio y ahora presentaba a Taylor Swift con "We are Never Ever Getring Back Together. Debería enviársela a Álvaro.
Decidí probarme algunas cosas antes de tomar la decisión de desprenderme de ellas de una vez por todas: el vestido horrible para ir de vida que tanto le gustaba a mi madre lo descarté sin más. ¿Cómo habría tenido el valor de estrenarlo? Por fin encontraba la oportunidad de deshacerme de él sin que ella pusiera el grito al cielo. Inexplicablemente, los pantalones negros que compré en Estado Unidos me quedaban bien. Allí también había ganado unos cuantos kilos. La minifalda roja que Gaby se empeñó en que me comprara era muy bonita, pero un poco ajustada y muy corta...
—Creo que te queda bien.
Di un Respingo y vi en el espejo que mi cara adquiría el mismo tono que la falda.
—¡¿Es que no sabes llamar?!
  Oliver sonrió divertido mientras yo trataba de estirarme la falda hacia las rodillas. Volví a mirarme en el espejo. Genial. Suéter de andar en casa, las pantuflas de oso y la dichosa falda. Se sentó sobre mi cama como su estuviera en su casa.
—Venía a decirte que, si no habías cenado, me trajeron un plato de más del chino, pero casi mejor me quedó a ver el pase de modelos. Sigue, sigue, como si yo no estuviera.
No sé donde le veía él la gracia. De nuevo, quería contestarle algo a su nivel, pero no me salían las palabras.
—Más quisieras —fue lo mejor que se me ocurrió. Cogí las primeras mallas que encontré y un suéter largo y me metí en el baño a cambiarme lo más rápido que pude. Cuando salí, me lo encontré cogiendo mi pijama de nubes azules que estaba en la pila de ropa para lavar.
—¿Éste no te lo pruebas?
Se están burlando de mí en mi cara.
—No, yo duermo sin nada.
¡Puro cuento!
—¡Ja! No te lo crees ni tú. Con la colección de pijamitas de niña buena que he conocido durante tu convalecencia: el rosa, el de cuadros escoceses, el amarillo de flores... ¿Te vienes a cenar? Se van enfriar los tallarines.
—Bueno, vale.
Cruzamos a su casa por la terraza (yo con alguna dificultad) y bajamos al salón. Se veía claramente que estaba en proceso de organización y limpieza. Los plásticos que cubrían el sofá habían desaparecido y sobre la mesa de centro estaban los recipientes del restaurante chino. Todavía quedaban algunos muebles tapados con sábanas. Había una pequeña chimenea en la que el día anterior no había reparado.
—Siéntate donde puedas. ¿Qué quieres para beber? —me dijo mientras se dirigía a la cocina.
—Agua —grité.
Me acerqué a una de las estanterías, tan repleta de libros que las repisas comenzaban a combarse. Había bastantes títulos en francés o de autores franceses: Baudelaire, Moliere, Camus, Balzac, Simone de Beauvoir... Otros no los había oído en mi vida. También había una zona que debía de ser de autores chinos o japoneses: Dai Sijie, Gao Xingjian, No Yan... pero no conocía a ninguno.
Regresó con una botella de plástico y un par de vasos.
—¿Son todos tuyos?
—Algunis sí, pero la mayoría eran de mi madre; así que supongo que también son míos. ¿Cenamos?
Hacía siglos que no tomaba comida china y lo cierto es que me gustaba. Traté de buscar algún tema de conversación, en vista de que él no parecía animado a hacerlo.
—¿Qué tal vas con los exámenes?
—Bien —respondió sin levantar la vista del arroz tres delicias.
—¿Y Morgan? ¿Qué tal está?
—Bien.
Me rindo, me rindo. Seguro que le preguntaba que le parecía qué le parecía que un marciano nos llevara a su nave para usarnos como conejillos de indias me contestaban que bien.
—¿Y las Miss?
No era lo del marciano, pero al menos esperaba alguna reacción.
—Bien.
Exasperante. Me concentré en los tallarines.
—¿Y tú qué tal? ¿Qué tal la pierna? —preguntó al fin.
—Bien.
Levantó la cabeza, le guiñé un ojo y me sonrió. Bonita sonrisa. No pude hacer otra cosa que convertir aquello en una conversación.
—Estoy mucho mejor. No tener que llevar muleta ha sido una liberación. De exámenes solo me quedan tres. Estoy tranquila.
—¿Qué es de tu amigo ese que sale con Laura... el del día de la pelea?
Directo al punto. Casi me atragantó con un guisante.
—¿Álvaro? —asintió—. Supongo que bien. ¿Por qué lo preguntas?
—Hace mucho mucho que no lo veo por el instituto. ¿Ya no los viene a ver a la salida?
—No viene a verme a mí, viene a ver a su novia. Además, ni es mi amigo..., bueno, sí lo es, pero es más bien el novio de Laura.
—Si tú lo dices...
—No es que yo lo diga, es que es así.
No entendía a dónde quería llegar.
—Ya. Pues dicen por ahí que mantienes una relación sórdida y clandestina con él —dijo con esa sonrisa burlona tan irritante.
—¡¿Quién ta ha dicho eso?!
—Se dice, se comenta... ya sabes —su sonrisa se ampliaba al tiempo que crecía mi rabia.
—No me creo que nadie haya dicho eso. Te lo estás inventando —traté de mostrar tranquilidad.
—Relájate, se te está hinchando una vena de la frente y te va a dar un infarto —se concentró de nuevo en su plato y siguió comiendo como si no pasara nada. No tenía porque darle explicaciones, pero necesitaba aclarar todo aquello.
—No me hace ninguna gracia que se comenten esas cosas —intenté que mi voz sonara serena—. Laura es una de mis mejores amigas y no me gustaría que tuvieramos un mal entendido por un rumor...
Me miró en silencio, como si estuviera sopesando si delatar o no a sus fuentes.
—Es una broma —añadió finalmente—. Morgan me lo contó por un comentario que le hizo Charlie. Puedes estar tranquila, no es mi guerra.
Se comió hasta el último grano de arroz y, mientras yo terminaba, se echó hacia atrás en el sofá para tener un panorámica del salón.
—Aun te queda mucho trabajo que hacer aquí —me aventuré a decir—. ¿Quieres que te ayude? Es lo menos que puede hacer en compensación por la cena.
—Vale —¿eso era entusiasmo? Quizá sí —. Termina y te busco un trapo.
El polvo se había acumulado durante años y se había colado por todas las rejillas. Mientras él cambiaba cosas de sitio y apilaba cajas en un cuarto anexo a la cocina, yo iba limpiando. Algunas pesaban tanto que tuvimos que arrastrarlas entre los dos porque no había modo de levantarlas. No tardamos mucho en despejar el salón, en el que quedaron solamente el sofá, la mesa baja, una mesa de comedor con cuatro sillas, la librería y el piano. Cogí la escalera para ir sacando los libros de la zona más alta y fui bajándolos poco a poco. Oliver los iba cogiendo desde abajo. Debería haber usado guantes, porque las manos se me habían puesto negras.
Sólo quedaban por bajar algunos gruesos diccionarios que estaban en el hueco entre la librería y el techo, pero yo no llegaba, así que fue Oliver quien tuvo que cambiarme el puesto.
Subió los peldaños mientras  yo esperaba a su lado a que me fuera pasando los libros. Cuando llegó al último, mi cabeza quedó a la altura de sus rodilla. Con solo levantar un poco la vista, podía tener un perfecto primer plano de su trasero. Respiré hondo e intenté no mirar muy descaradamente. Para alcanzar los libros tenía que ponerse de puntillas y estirar los brazos hacia arriba y, al hacerlo, su camiseta se desplazaba dejando a la vista parte de sus abdominales y el ombligo. Por la espalda, ocurría algo parecido y el elástico de calzoncillo asomaba por los pantalones, dejando a la vista el final  de su espalda color canela. No era mucho más de lo que había visto el día de la terraza, pero la imagen me resultaba tremendamente seductora y sugerente.
—¿Sabes que pesa? ¿Lo coges y dejas de mirarme el trasero? —me dijo al tiempo que me alcanzaba un par de gruesos  volúmenes.
—Eh... yo lo co... ¡No te estaba mirando! —traté de mostrar indignación y de disimular, pero era difícil negar lo evidente—. ¿Adónde voy a mirar desde aquí?
Me lanzó una mirada condescendiente y me pasó los últimos libros.
—Bien. Primera parte concluida. ¿Hacemos un descanso?
Asentí. Mientras él se lavaba las manos en la cocina, yo me fui al baño que había en la entrada. ¡Mierda! No había espejo. Me lavé un poco la cara y me sacudí el polvo del pelo (debería haberme puesto un pañuelo, como él) y regresé al salón. Él están repandingado en una esquina del sofá y yo me senté en otra. Sobre la mesa, había un pequeño cuenco con manzanas.
—Estan buenas —dijo mientras le daba un mordisco a una—. Me las trajo mi fisioterapeuta de su pueblo. Prueba, si quieres.
Probé. Estaba deliciosa.
—¿Tu fisio te hace regalos? Tienes una buena relación con ella.
—¿Por qué has pensado que es ella? ¡Ah¡ Claro, crees que es un pago en especies por mis servicios sexuales, como con la Miss, ¿no?
Otra ves había metido la pata hasta la rodilla.
—No, porque como la mía es chica y la que le da los masajes a mi madre, también, asumí que normalmente todas son chicas —pata sacada a medias.
—Pues es un tío enorme con bigote. Y sí, me llevó muy bien con él. Cuando estaba en el centro me ayudo muchísimo. Si no hubiera sido por él y sus consejos, quizá todavía estaría allí.
—¿Y eso?
—Buf, es complicado. Imagínate que un día te encierran en un sitio con un montón de gente con problemas más o menos graves, pero tú crees que estás bien y que no tienes ningún motivo para que te tengan ahí. ¿Qué harías?
—Protestar.
—Pues eso hice yo y algo más. Al principio protesté, luego me encerré y me negué a hablar y colaborar en nada: no comía, tiraba las medicinas, no participaba en las terapias de grupo... A veces, cosas peores. Y dos, en vez de jugar a mi favor, lo hizo en mi contra. Con mi actitud les estaba dando a entender que sí me pasaba algo. Y quizá fuera así, pero tampoco iba a ningún sitio. Él no sólo me ayudó con mis lesiones, también me tendió la mano, creyó en mí y me ayudó a salir de ese agujero en el que estaba. Me refiero al mío propio, no al hospital. También trató de mediar con mi médico, aunque con escaso éxito. De todas maneras, se lo agradezco igual.
Me llamaba mucho la atención la seguridad y naturalidad con la que hablaba de ello. No sabía que decir. Le di otro mordisco a la manzana.
—Están buenas, ¿verdad? Me alegro de que la dulce Alexia haya caído en la tentación y se coma una de mis manzana, aunque crea que la conseguí vendiendo mi cuerpo.
Me guiñó el ojo en un gesto que me pareció encantador... ¡Por Dios! ¿Qué me estaba pasando?
—Buwno, habrá que seguir o no podremos terminar de colocarlo todo —mire hacia la estantería —. Pronto llegarán mi madre y Eduardo y, como no esté en casa, se matan. Por cierto, dejaste un libro ahí arriba.
—¿Dónde?
—Ahí, a la izquierda, al fondo. ¿No lo ves?
Lo cierto es que no era sencillo reparar en él. Estaba muy al fondo y, con el ángulo que permitía la escalera, era imposible verlo. Desde el sofá, sí.
Se levantó y subió de nuevo los peldaños mientras yo escrutaba cada uno de sus movimientos. Metió una mano por el hueco.
—¿Aquí?
—Más hacia la izquierda —le indiqué—. Tu otra izquierda —sonreí. Casi estaba de puntillas y aun así no llegaba —. Espera.
Fui hasta él y coloqué bajo sus pies un par de guías de teléfono viejas que le hicieron ganar altura suficiente para alcanzar aquel libro y dármelo.
—Si no pesa nada —comenté sorprendida. Mientras él bajaba, golpeé una de sus tapas de piel rojiza, como antigua, y sonó hueco—. No es un libro, aunque lo parece. Es una caja.
Se la tendí. Él la agitó y varios objetos resonaron en el interior. Se dirigió hasta la mesa y la colocó sobre ella. Le dio varias vueltas antes de localizar el cierre, como si lo acariciara. Había algo en aquel objeto que le llamaba mucho la atención. Era como si, sin titulo ni marca alguna, adquiriera todo su significado. Lo abrió.
En el interior de la tapa pude ver un dibujo similar al de su brazo, con dos serpientes entrelazadas. Me vino a la cabeza la sesión de hipnosis con Beatríz. ¿Sería este el libro que él recordaba?
Me mantuve enfrente, en silencio, al margen, para no interrumpir aquel momento que parecía tener suma importancia para él. Sonrió del modo más amplio que había visto nunca. Fue sacando algunos papelitos, como pequeñas notas, algunos sobres, una cinta de radiocasete sin caja siquiera, una púa de guitarra, un pañuelo bordado, un anillo y diversas fotos. Lo fue colocando todo sobre la mesa con sumo cuidado y, al fin, levantó la cabeza hacia a mí, sin dejar de lucir aquella sonrisa pero con los ojos ligeramente empañados, y habló.
—¡Son cosas que me guardaba mi madre! Ella me decía que era nuestra caja de tesoros. Mira, ven —me senté a su lado—. Ésta es una doto nuestra del primer día del colé.
Pero ¡qué niño más mono! Estaba para comérselo. Preferí ahorrarme el comentario. Su madre era rubia, angelical, del estilo de Laura, pero con la piel muchísimo más clara y el pelo muy largo. Parecía casi una niña. Debía de ser muy jovencita cuando tuvo a Oliver. Siguió.
—Éste es el pañuelo bordado por mi abuela. Mi madre decía que cuando estaba triste, lo sacaba y, por no mancharlo, evitaba llorar. Y mira, esto es un boleto del Louvre. ¿Sabes? Pasó en Francia el último año de instituto y luego empezó a estudiar Filología Francesa. Siempre me hablaba de lo bonito que era París...
"¡Anda! ¡La entrada de mi primer concierto! —parecía entusiasmado aunque su gesto cambió de repente —. ¿Cómo puede estar aquí? Si se supone que nadie ha abierto esta caja desde que murió mi madre... —parecía desconcertado.
Otra vez la frente crispada. Aunque había ido recuperando ciertos retazos de su vida, parecía que aún quedaban muchas lagunas.
—Tal vez fue tu abuelo quien la guardó aquí, en tu caja de los tesoros.
Me miró extrañado, aunque luego asintió, como si fuera por válida mi teoría.
—¡Mira! —continuó examinando uno a uno los objetos—. Éste es el anillo que siempre llevaba mi madre. Pensé que se había perdido cuando murió.
Lo dejó sobre la palma de una de sus manos mientras que con la otra lo acariciaba. Era un anillo muy pequeño, sus dedos debían de haberlo sido, y tenía un engarce con una pequeña piedra gris, casi del color de los ojos de Oliver.
Lo puso de nuevo dentro de la caja y siguió apartando artículos que miraba como si le fueran ajenos.
—Y ¿sabes lo mejor de esta caja? Que es de música. Mira.
Tiró de una pequeña cuerda que había en un rincón, pero no sonó nada. Volvió a accionarla. Tampoco.
—Vaya, se habrá estropeado. Qué pena. Intentaré ver si encuentro a alguien que me la pueda arreglar.
—¿Y eso? —señale unos sobres acolchados que había apartado.
—Ni idea.
Abrió el más pequeño del que cayó una llave al suelo. Revisó en el interior, pero no había nada más. La recogí. Era pequeña, como de un buzón.
—Tiene un número grabado —le informé al tiempo que se la devolvía.
—No sé de dónde puede ser. A lo mejor es una copia de repuesto de la otra casa.
La volvió a meter en el sobre y cogió otro del que salieron varias fotos. Las miró con extrañeza. En una aparecía un grupo de chicas ante la torre Eiffel, pero estaban tan lejos y la foto era tan mala que casi no se las identificaba. Otra era de su madre con él de bebé, envuelto en una manta. En otra estaba también ella, junto a un hombre negro bastante corpulento que a su lado parecía gigante. A Oliver le cambio el gesto; había llegado a la misma conclusión que yo: era su padre. No habían mucho espacio para la duda. Si hubiera hecho un montaje en Photoshop de las dos caras, el resultado habría sido él. Miró largo rato la fotografía sin hacer ningún comentario. Guardó todo de nuevo, a excepción de la entrada del concierto, y se dejó caer en el sofá. Yo hice lo mismo. Pasó un rato mirando al vacío sin soltar aquel trozo de papel hasta que se giró hacia mí.
—Gracias por ayudarme, pero sobre todo por encontrar esto.
Se acercó más. Sus ojos se clavaron en los míos. No podía moverme. Noté que mi respiración se aceleraba. "Tranquila, Alex, tranquila". Llevo una de sus manos hasta su boca y se humedeció dos dedos. Pero ¿que iba a hacer? Finalmente, los llevó hasta mi nariz y la frotó con suavidad.
—Tenías una mancha oscura. Debe de ser de los libros —dijo sin parpadear y así se mantuvo mirándome, durante un largo silencio —. Es tarde —añadió una eternidad después—. Creo que deberías irte a casa. Ya seguiremos otro día.
Se levantó y se dirigió a la puerta. Yo tardé en reaccionar y, como una autómata, lo seguí. Me temblaban las piernas y, aunque no fui consciente en aquel momento, creo que casi me empujó para salir.
—Hasta mañana —susurré y, tras varios intentos para meter la llave en la cerradura, entré en casa y me deslice hasta sentarme en el suelo tras ella. " Genial".

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