—¡Cómo me duelen los pies, Alex!
Gabriela y yo llevábamos horas yendo de arriba abajo con las compras navideñas. La mañana había sido fructífera: tenía regalos para mi madre, mi padre, la tía Beatríz y Eduardo, y todo por menos de setenta euros. ¡Un récord!
—Yo también estoy muerta —admití.
—Podíamos caminar por Conde de Peñalver hacia el Burger King y así luego agarramos el metro en Diego de León, ¿te parece? —ya me extrañaba que no hubiera propuesto antes parar a comer algo. Era una caminata considerable, pero de ese modo nos evitaríamos el transbordo para la línea 6—. Eso sí —continuó mientras esperábamos a que se pusiera verde el semáforo para cruzar —, me tienes que invitar, porque me he quedado en la ruina.
—¿Te lo gastaste todo? ¡Pero si aún no les has comprado nada a tus padres ni a tu hermano!
—Es que paso de regalarles. Estoy en uno de esos momentos en la vida en que me encantaría ser huérfana e hija única...
—¡Mira que eres bestia! —repliqué pasmada—. No sabes lo que dices...
Inevitablemente, pensé en Oliver. Tal vez, de haber tenido padres o hermanos, su vida no habría sido tan complicada.
—¿A quién te recuerda el modelo de esa foto? —Gabriela se había detenido en una pequeña tienda de ropa. No había duda: la misma altura, la misma constitución y el mismo color de piel. Si uno no reparaba en los ojos verdes del chico del cartel, podría ser Oliver en persona.
—La camiseta es súper chula y muy de su estilo... Seguro que le sienta fenomenal, porque al maniquí de al lado le queda perfecta —no me había planteado la posibilidad de regalarle algo, pero aquello era perfecto —. Son quince euros... ¿Qué hago? ¿Se la compro?
—¿Tú estás loca? ¿Te vas a gastar quince euros en él? ¡Dios, tú estás enamorada!
—¡Pero ¿qué dices?! No es eso... Es que seguro que no recibe muchos regalos y le va a hacer ilusión...
—Y quieres que te lo agradezca con un buen acost...
Le tapé la boca para impedir que dijera nada más, pues una señora que se había parado a nuestro lado nos estaba fusilando con la mirada.
—¡Vamos! —tiré de ella hacia el interior de la tienda—. Al fin y al cabo, es Navidad.
Durante todo el día, no paré de darle vueltas a lo que había dicho Gabriela. Yo le había pasado la vida pidiendo un hermanito por Navidad como el que pide un perro, hasta que mis padres se separaron y entendí que aquello era inviable. Cuando años después mi madre conoció a Eduardo, él insistió hasta la saciedad, pero mi madre se negó rotundamente. Decía que era demasiado mayor y que su maternidad ya estaba satisfecha conmigo. Yo tenía padre y madre, incluso padrastro. De hecho, mi problema era decidir con quién pasaba las fiestas, porque todos se peleaban por querer estar conmigo. Él no tenía a nadie más que a Rubén y Darío y, aunque lo adoraban, no era lo mismo.
Poco a poco, una idea comenzó a forjarse en mi cabeza. No estaba segura de cómo podría tomárselo, pero cada vez estaba más decidida.*************
—Papá, ¿tú sabes de que equipo es esta camiseta?
Mi padre era especialista en todos los deportes habidos y por haber. No se había inventado uno que no le gustara y en su casa, aparte de las noticias, sólo se veían los programas deportivos. Si él no era capaz de determinar a que equipo pertenecía aquella prenda amarilla con una insignia verde, nadie podría hacerlo.
—¿A ver? —se ajustó las gafas de cerca—. Yo diría que es la selección australiana de rugby. ¿Quiénes son?
—Los padres de un amigo. Es una historia un poco larga pero...
—Son los padres de Oliver, ¿no? —me interrumpió Beatríz asomando la cabeza entre los dos.
—Sí —respondí secamente. No le apetecía que empezara con su teoría se la conexión estando mi padre delante.
—¿Quién es Oliver? ¿Tú novio? —preguntó él mientras se guardaba las gafas y buscaba infructuosamente en la cocina de Beatríz el armario de los vasos.
—No —me limité a responder. Había una norma clara: con mi padre no se hablaba de chicos.
Mi tía cogió al vuelo la mirada asesina que le lancé, por que, sin que él la viera, hizo un gesto como si cerrara la boca con un cierre.
La cena fue divertida. Además de mi padre y mi tía, vino una pareja de amigos con su hija, una bebé preciosa que se portó de maravilla, y el nuevo novio de Beatríz, que, para mi sorpresa, resultó ser de lo más normal. A pesar de loa chistes y las risas, no podía dejar de pensar en la foto, que parecía llamarme desde el interior del bolso. La había guardado cuidadosamente dentro del libro para que no se dañara. Aun así, me preocupaba que el único testimonio del padre de Oliver no llegara en buen estado.
Cuando regresé a casa varias horas más tarde, me dirigí directamente a la caja. Me sentí aliviada cuando deposité la foto en su interior. Al cerrarla, no pude resistirme y tiré del cordel. No sonaron más que dos o tres acordes antes de detenerse en seco, pero fueron suficientes para recordar aquella extraña melodía. Las voces aparecieron de inmediato en mi cabeza. De nuevo el llanto del niño, ese sollozo angustioso que encogía el alma, y la voz que intentaba calmarlo: "No te preocupes, todo va a salir bien". Esta vez, pude distinguir que era una mujer. ¿De dónde venían? ¿Por qué podía escucharlas con tanta nitidez? ¿Quiénes eran?
Ahora no habían duda de que tenía relación con Oliver. No podía ser casualidad que aquella melodía estuviera en su caja de los tesoros y en mi cabeza. Debía de haber algún tipo de " conexión", como decía Beatríz. Pero no era el momento de detenerme en ello, tenía algo importante que hacer. Encendí la laptop y me tumbé en la cama con ella. Después de una comprobación rápida de Facebook y Twitter, me puse manos a la obra.
Comencé buscando en Google información relacionada con la selección australiana de rugby. Mi padre tenía razón y la camiseta coincidía, aunque el modelo actual era ligeramente distinto. Busqué en los anuarios, pero sólo se remontaban hasta 2003 y no encontré nada que me sirviera. La foto debía de te ser, por lo menos, veinte años.
A partir de la página oficial, fui navega do por otras webs de aficionados al rugby y antiguos jugadores hasta que di con lo que buscaba. Encontré una imagen de la alineación del 92 en cuyo pie aparecía el nombre y los apellidos de cada jugador. No había duda, era él: "Aaron O. Ambadiang". El parecido con Oliver resultaba asombroso, aunque el hijo había heredado los rasgos más afinados de su madre. Está claro que la mezcla de razas mejoraba la especie.
Poco más pude averiguar de su vida. Había nacido en 1972 en el sur de Australia, en Adelaida. Se había aficionado al rugby en la universidad y muy pronto pasó a formar parte de la selección nacional. Es posible que conociera a la madre de Oliver en alguna competición internacional, porque, al parecer, en Francia también había bastante afición por ese deporte. De lo que una puede llegar a enterarse navegando un ratito.
Estaba tan agitada por el descubrimiento que a punto estuve de enviarle un whatsapp a Oliver para contárselo, pero se había hecho muy tarde y aquello era demasiado importante como para hacerlo a través de un mensaje. Por muy impaciente que estuviera, debía esperar a verlo en persona.
En lugar de eso entré en Spotify y creé una lista para él con una selección de canciones de James Blunt. Después de mucho pensar cómo podía llamarlo, opté por "Si no te vista ninguna, me cambio el tono del móvil".
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Pero A Tu Lado
RomantizmAlexia nunca imaginó que la llegada de Oliver, su nuevo y desconcertante vecino, fuera a alterar tanto su último año de instituto. Ella es divertida, inteligente y tiene muchos amigos, pero su vida amorosa no está al mismo nivel. En realidad, ha sid...