Capítulo 27

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Tal como me esperaba, los días que siguieron fueron bastante anodinos y mi estado de ánimo tampoco propiciaba que mejoraran. Según terminaban las clases, me marchaba corriendo a encerrarme en casa. Tenía bastante que estudiar y me había propuesto mejorar las notas del trimestre. Además, en el instituto no había quien se quedara, porque el sistema eléctrico no hacia más que fallas cada dos por tres y nos quedábamos sin luz y sin calefacción. Si seguíamos así muchos días, se podría criar pingüinos.
  A Gaby casi no la vi, porque a cada hueco que tenía se escapaba a ver a Hugo. Les había dado fuerte, estaba claro. Con Laura no me crucé hasta el jueves. Fue en el pasillo de la entrada y sólo me dirigió una rápida mirada que no pude descifrar. Podría ser como la que le dedicaría a cualquier extraño con cuyos ojos se encontrara en plena calle. Luego, siguió su camino, sin más. Ni sé qué esperaba que hiciera, por lo que decidí mantenerme alejada, casi invisible. Tal vez no fuera lo más adecuado, pero me parecía la opción menos mala. Continuaba sintiéndome fatal por todo lo ocurrido: triste por Laura, indignada con Álvaro y enfadada conmigo misma. Por las noches me costaba dormir. Quizá me lo merecía y debía estar castigada un tiempo, pero no podía evitar echar se menos a mi amiga.
Al fin, llegó el viernes. Había nevado durante la noche, aunque no lo suficiente para que las clases suspendieran o justificar el quedarme en casa. Me abrigué bien y caminé hacia el instituto, casi arrastrándome bajo los copos de nieve que volvían a caer. Antes de pasar a clase, entré en el baño para calentarme un poco con el secamanos y escurrir mi gorro de lana. Me encontré de nuevo con Laura, que estaba allí, tratando de hacer lo mismo. Este vez me miró a través del espejo y pude percibir una amargura en sus ojos. Antes de que pudiera reaccionar, había desaparecido.
Las clases me parecieron insufribles y lo único que quería era volver a casa y encerrarme en mi habitación durante algunos meses. Por suerte, una vez más saltó la luz, aunque ya ni siquiera las lamparas de emergencias se encendieron, por lo que Izquierdo dio por terminada la jornada. El sol parecía haber desaparecido tras un manto negro de nubes y apenas nos permitía adivinarnos las caras. Todos mis compañeros se levantaron rápidamente de sus mesas, contentos por acabar mucho antes de lo previsto, pero yo aún tardé un rato en ponerme en marcha. Al final conseguí guardar todo en la mochila, colocarme la bufanda y abrocharme el abrigo para salir de clase. Estaba tan a ayuda que me costaba hasta moverme. La gente se arremolinaba en el pasillo y resultaba imposible avanzar hacia la salida, así que opté por apartarme un poco del barullo y esperar a que el camino estuviera libre junto a la puerta de acceso al patio, donde podía contemplar la magnifica nevada.
Allí estaba Oliver, avanzando hacia la puerta, con las manos en los bolsillos y esa característica oscilación suya. Tampoco le había visto desde el concierto. Su pelo parecía encanecido por los minúsculos copos de nieve que se habían depositado sobre su cabeza y por un instante imaginé cómo sería con veinte años más. Entonces me vio y sonrió. Esta vez el gris de sus ojos era cristalino y dejaba traspasar una mirada amistosa. Al menos, algo amable y menos frío para terminar las semana.
—Hola. Pareces una oveja con tanta lana.
En otro momento me hubiera molestado el comentario pero, con los días que llevaba, hasta me hizo gracia.
—Pues todavía tengo frío. Toca —le tendí una de mis manos.
—No, no, que me enfrías las mías. ¿Vas para casa? Tengo que ir a devolver un libro a la biblioteca pero, si me esperas, nos vamos juntos.
—Si no tardas...
Me quedé esperando tras el cristal de la puerta de salida. La nieve lo cubría todo. Ya ni siquiera podía distinguirse la calzada de la acera, ni la tierra del cemento. Oliver regresó enseguida y salimos a la calle. El frío me golpeó en la cara y tuve que taparme la boca y la nariz con la bufanda. Aunque me hubiera gustado avanzar más prisa, la nieve, que caía cada vez a mayor ritmo, y la inseguridad que me inspiraba el terreno me lo impedía. Él caminaba a mi lado, en silencio. Al llegar al cruce, un coche nos pitó. Era Fran.
—¡Eh, chicos! Suban, que los acerco a casa.
Noté que vacilaba un momento, pero al ver que yo me dirigía decidida hacia el coche y le sentaba junto a Fran, me siguió y tomó asiento detrás.
—Gracias —dije mientras nos acomodábamos.
—¡Menuda nieve está cayendo! Veremos cómo está esto el línea, porque han anunciado nevada todo el fin de semana.
—Si el lunes no aparezco, será porque he muerto sepultado bajo la nieve —aunque lo dijo serio, era evidente que Oliver bromeaba.
—Si el lunes no apareces —respondió Fran imitando su tono de voz—, te abro un expediente y querrás estarlo.
Fran condujo despacio, evitando las zonas de sombras por miedo a las placas de hielo. El paisaje tenía algo de distópico, todo cubierto de blanco y completamente desierto, como en "La Carretera" de Cormac MacCarthy.
—Miren, su calle está cerrada. Los tengo que dejar aquí. Alex, cruza con cuidado, no te vayas a caer y te vayas a lastimar la pierna.
—Sí, no te preocupes. ¡Gracias!
Al bajar del coche, descubrí que las líneas del paso de cebra quedaban ocultas bajo la nieve y, con aquella cortina blanca, el margen de visión era escaso.
—Vamonos —dijo Oliver—. Ahora no viene nadie.
Me tomó de la mano y cruzamos hasta la linea mediana. Pude sentir el calor de su piel a través de los guantes. Por fin llegamos a la urbanización y nos refugiamos bajo un portal. Solté mi mano de la suya y me deleité contemplando la estampa que teníamos ante nosotros. Los colores habían desaparecido bajo el manto blanco y todo parecía limpio y puro. No circulaban coches y los que habían aparcado acumulaban una buena capa de nieve, así que parecían homogéneos, uniformados.
—Alexia, ¿te pasa algo?
Sí que debía de estar mal para que él se diera cuenta. Quizá no era la persona más indicada, pero era la única que tenía cerca para soltar todo lo que llevaba rumiando durante la semana.
—Nada.
—Si tú lo dices...
—Me pasa que todo es un asco, que soy una imbécil y una mala amiga, que no debería acercarte a mí porque seguro que doy mala suerte... —me miró como si pensara que había perdido la cabeza—. No, no estoy Pirada.
—¿Ovulando, quizá? —lo miré airada—. Entiendo, entiendo. Soy todo oídos.
—Es que no sé ni cómo empezar, porque la historia comienza hace casi dos años.
—Espera, que me pongo cómodo.
—Si vas a seguir así, no te cuento nada.
—Pues no lo hagas —¿de qué iba? ¿Me había tendido su mano y ahora se ponía sarcástico?—. No te enfades, sólo bromeaba. Ahora me callo y me pongo en papel de amiga comprensiva. ¿Te parece bien? —asentí y seguí hablando.
—Álvaro...
—Lo sabía. Tenía que ver con él —casi le fulminó con la mirada. Levantó las manos en señal de rendición —. De acuerdo, ya me callo. Soy una tumba.
—Álvaro y yo empezamos a salir juntos un poco antes de que me fuera a Estados Unidos. Nos gustamos desde el primer día, lo pasábamos bien, estábamos muy compenetrados... Él fue mi primer amor, el primero con el que... Bueno, eso, que salíamos juntos. Antes de marcharme, le pedí que me esperara, que yo lo haría, que sólo serían unos meses y que después ya nada nos separaría... Y yo emprendí mi viaje pensando que aquí dejaba a un novio que me quería y que estaría a la vuelta en el aeropuerto con un ramo de rosas.
—¡Qué daños les han hecho las pelis románticas a las mujeres! Y claro, a tu regreso, no hubo un ramo de flores.
—Peor. De pronto, empezó a fallar cuando quedábamos para hablar por Skype, no me contestaba los e-mails... Al principio me parecía normal por el cambio de horario, pero luego empecé a sospechar que algo ocurría. Trataba de hablar con Laura y ella también estaba esquiva. Y un día, recibo un e-mail de ella que me cuenta que están saliendo. Creo que todavía lo guardo. Se me clavó como un puñal. No sólo me había dejado mi novio, sino que lo había hecho por una de mis mejores amigas. Y lo peor es que él no había tenido huevos de decírmelo directamente. Y allí estaba yo, sola, a kilómetros de distancia de mi familia, de mis amigos y tragándome toda la pena y la rabia. Al día siguiente, logré contactar con Álvaro y le puse de vuelta y media por idiota, por cobarde...
—Le compadezco al pobre...
—Pensé que no se me pasaría —continué tras lanzarle una mirada asesina—, pero, en contra de lo previsto, el disgusto me duró menos de lo que pensaba y pronto acepté que estuvieran juntos. Laura era mi al ha y quería que fuera feliz, así que, cuanto antes me tragara mis historias, mejor para todos. Al regresar, los vi tan bien... Reconozco que sentí una punzada en el corazón, pero enseguida pude alegrarme por ellos. Pero, entonces, cuando yo lo tenía todo organizado en mi cabeza, el idiota de Álvaro empezó a acercarse y a decirme cosas que ahora sé que no eran verdad. ¡Y yo le creí! Y el verano pasado en dijo que quería volver conmigo y que iba a dejar a Laura, pero, como es evidente, no lo hizo. ¡Y lo mismo el día que tuve el accidente! Si no es culpa suya, es mía... —se me quebró la voz —. ¡He sido una idiota!
—No puedo llevarte la contraria en eso...
—¿Esto es lo que tú llamas papel de amigo comprensiva?
—¿Y qué ha pasado ahora para que estés así?
—Pues que el otro días, después de las fiestas, accedí a verlo.
—No me lo cuentes. Le salió mal el plan y quería terminar la noche contigo —le miré sorprendida —. Y a ti te tomó en la hora tonta esa que tienen a veces las chicas y te acostaste con él.
—¡NO! ¿Por quién me tomas? Pero lo intentó. Y como ya no podía más, al día siguiente se lo conté a Laura y ahora no le habla. Y lo entiendo, pero me duele.
—Me tienes que dar el teléfono de Álvaro.
—¿Por qué, le vas a pegar?
—¿Pegarle? ¡No! Le voy a pedir que me dé la receta. ¡Es un maestro! Las ha tenido a Laura y a ti, y seguro que a alguna más, pendientes de él durante no sé cuánto tiempo. ¡Y casi consigue un acostón de despedida! Lo que te digo, un maestro.
Debió de notar que empezaba a hacer pucheros, porque cambió su tono irónico a otro mucho más compresivo.
—Ese tipo las ha vacilado, Alexia. Me sorprende que con lo lista que era hayas tardado tanto en verlo.
—Pues no he de ser tan lista. De hecho, soy una imbécil —noté como empezaba a formarse un nudo en la garganta—. Por eso les resulta tan fácil a todos reírse de mí.
—Yo no me río de ti —su cara recobró la seriedad—. Es que que era muy evidente a qué jugaba y me sorprende que no te hubieras dado cuenta.
—Para ti todo es evidente y muy fácil, pero es que no tienes ni idea. Tú no sabes lo que es sentir algo fuerte por alguien. Con ese rollo tuyo de la libertad y de que hay que pedir cuentas a nadie... Eso no es querer. Cuando quieres a alguien, luchas por estar a su lado a cada momento y no importan los obstáculos ni la distancia. Cuando quieres a alguien, no puedes soportar la idea siquiera de que esté con otra persona y te duele si eso ocurre. Aunque aveces te saque de tus casillas o te enfade o te haga daño, esa persona se vuelve irreemplazable, no entiendes la vida sin ella y el mundo se hace inhabitable si no está a tu lado. Si quieres de verdad, lo haces con el alma, sin pedir nada a cambio, ni siquiera ser correspondido.
Comenzó a aplaudir.
—Casi me has emocionado. Precioso discurso. Peliculero y poco realista, pero bonito.
—¡Es real! Tú no entiendes nada.
—A lo mejor no, pero lo prefiero así. Mira cómo estás por un imbécil. Para eso, mejor ahorrarse tanto sentimentalismo. ¿De verdad crees que merece la pena?
—¡Claro que sí! Si no, es como quedarte a medias. Es mejor darlo todo y arriesgarte.
—Encima masoquista. Me quito el sombrero ante Álvaro. No sé qué tendrá ese tipo, pero está claro que ha sabido llegarte.
—¡No estoy hablando de Álvaro!
—¿No? —movió la cabeza con incredulidad—. ¿De quién entones?
Necesitaba una respuesta rápida y convincente que evitara que articulase la que estaba a punto de explotar en mi garganta, pero no la encontré.
—De ti... no.
¡Glups! ¿Qué había hecho? ¿Cómo podía ser tan bocazas?
No sé si trató de responderme, porque me di la vuelta antes de darle tiempo para procesar mi descomunal metedura de para y me encaminé hasta el portal todo lo rápido que me permitía el resbaladizo suelo. Aún no había vuelto la luz, así que no me quedó otra que subiera los tres puso por la escalera. Cuando por fin entré en casa, descansé un momento apoyada en la puerta, con la respiración entrecortada y la rodilla dolorida. Todavía estaba en baja forma. Sin quitarme el abrigo, me senté en la silla de la entrada con la pierna estirada, intentando con un suave masaje que los músculos se destensaran y dejaran de dolerme. Al cabo de un rato, pude oír el sonido acompasado de sus pasos mientras subía la escalera, el ruido de las llaves al abrir el cerrojo y, unos segundos después, la puerta al cerrarse, y así di por hecho que estaba en casa. Al instante, sin embargo, para mi sorpresa, alguien tocó el timbre. Dudé un segundo. No estaba segura de si quería seguir con la conversación en ese momento, pero volvieron a llamar, así que me incorporé y, finalmente, abrí. Oliver había dejado la cazadora y la mochila en casa y p de ver que llevaba la camiseta que yo le había regalado. Le quedaba bien, pues resaltaba el color de su piel. Entonces me fijé en su cara, en sus ojos. Tenía una mirada que desconocía, una mirada profunda, de preocupación o contrariedad, pero a la vez algo salvaje, animal.
—¿Qué quieres aho...?
No pude terminar. Entró rápidamente cerrando la puerta tras él y se abalanzó sobre mí, dejándome atrapada entre la pared y su cuerpo. Y comenzó a besarme con fuerza, de forma algo violenta y ruda. Tras la sorpresa inicial, intenté zafarme de él. Le empujé con todas mis fuerzas. Ni siquiera pude separarlo ni un milímetro de mí. Intenté retirar la cara, pero tenía mi cabeza sujeta entre sus manos y no podía moverla. Y entonces sentí su cuerpo pegado al mío, y su aliento en mi cara, y su olor, ese maldito olor, colapsando mi nariz, y el calor de sus labios sobre los míos. Sus manos dejaron de agarrarme la cabeza para acariciarme la mejilla, la oreja, el pelo, el cuello. Y sus besos resultaban cada vez menos violentos y más suaves, y mi boca se abrió para dar paso a su lengua, y mis manos en su espalda, y su brazo cada vez más fuerte, y su camiseta empapada por la humedad de mi abrigo. Era mejor que yo me lo quitara y mejor que él hiciera lo mismo con la camiseta. Y allí estaba, semidesnudo, con su piel morena y cálida y su monstruoso tatuaje que ahora me parecía sexy e irresistible. Y sus manos bajo mi suéter y sus labios en mi cuello. Y mis manos en su espalda y mis labios dejando escapar una respiración entrecortada...
—Ven —susurró con voz queda mientras me tomaba de la mano en dirección a las escaleras.  Al intentar andar, la pierna me falló con un crujido y perdí el equilibrio. Él evitó que cayera y me levantó sin apenas esfuerzo. Me fijé en sus hombros y en sus brazos, fuertes y musculosos ahora que los tenía en tensión. Siguió besándome mientras subía conmigo y, al llegar a mi habitación, me dejó en la cama y se tumbó encima. Yo me dejaba hacer, nerviosa, consumida por una excitación que era incapaz de controlar. Y aunque mi mente decía a gritos que aquello era un error, mi cuerpo la ignoraba y seguía su propio cursi. Él desabrochó mi pantalón y yo el suyo mientras nos besábamos y nos recorríamos como si lleváramos siglos conteniendo el deseo. Yo misma me quité la camiseta para quedarme en brasier y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo al sentir el ardiente calor de su piel sobre la tibieza de la mía. Comenzó a deslizar sus labios y su lengua por mi cuerpo, por el cuello, el escote, el pecho, el estómago, el ombligo... mientras yo hundía mis dedos entre su pelo. Sus caricias y sus besos eran enérgicos, pero también tiernos y delicados. Me estremecía sentir la línea que su lengua iba dibujando junto al elástico de mis calzones. Gaby establecía el límite de lo correcto en el ombligo, al menos durante las primeras citas, y Oliver andaba ya muy por debajo de esa frontera y parecía querer bajar cada vez más y más...
—¡Hoooolaaaa! ¿Hay alguien en casa?
El corazón casi me explota en el pecho al oír la voz de Eduardo en el piso inferior. Busqué nerviosamente mi camiseta. Me temblaban las manos, aunque era incapaz de determinar si era por la inesperada llegada de Eduardo o por la excitación.
—¡Mierda! Mi camiseta está abajo —dijo Oliver con gesto contrariado.
Mierda, mierda, mierda, mierda... Sólo esperaba que Eduardo no se fuera cuenta de que esa camisa no era mía.
—¿Hola? ¿Alex? ¿Estás en casa?
—¡Hola! —grité—. ¡Sí, sí, estoy! ¡Ahora bajo!
Oliver se dirigió con movimientos rápidos y felinos hasta la puerta de la terraza. Seguía nevando con intensidad. Abrió la puerta para salir, pero de pronto dio media vuelta, llegó hasta mí en dos zancadas y me besó apasionadamente. Legó clavó sus ojos en los míos unos segundos, aunque no fui capaz de interpretar su mirada, y desapareció saltando con agilidad el muro que separaba nuestras casas.
Intenté recomponerme y bajé simulando toda la normalidad de la que fui capaz, pues el corazón me latía a mil por hora y me costaba llenar con aire los pulmones.
—Hola —dijo Eduardo con una sonrisa —. ¡La que está cayendo! Se ha ido la luz en todo el pueblo. ¿Han suspendido las clases?
—Sí.
Era mejor responder con monosílabos, porque no estaba muy segura de que me funcionara bien la voz y mi cabeza tampoco procesaba correctamente.
—¿Estas bien? —me puso la mano en la frente—. Estas muy roja...
—¿Eh? Estoy bien, estoy bien, no te preocupes.
—Dejé tu abrigo y tu camiseta sobre el radiador. ¡Estan empapados!
—Emmmm... ¡Gracias! Ahora iba a bajar a recogerlo.
—Voy a cambiarme. ¿No ha venido tu madre? —se dirigió hacia su habitación alojándose el nudo de la corbata. Aproveché que no podía verme para recoger todo.
—¡No!
—Anda que tener la boda justamente el fin de semana que nieva... ¡Lástima que sea en Villdolid y no hayan cerrado las carreteras! Así tendríamos la excusa perfecta para no ir...
—¿Cuándo se van? ¿Esta tarde?
—No. Mañana de madrugada. Preferimos salir temprano y vestirnos ya allí. Va a ser una paliza, pero nos ahorramos una noche de hotel.
—Bueno... Voy a dejar esto en mi cierto. Ahora bajo.
Al llegar a mi habitación, dejé caer las visas y me senté en la cama. En mi mente se agolpaban tal aluvión de pensamientos que era incapaz de concentrarme en nada. Sentía el acelerado latido de mi corazón por todo el cuerpo: en las sienes, en el cuello... Mis manos temblaban y, de tanto en tanto, mi cuerpo se sacudía por un violento estremecimiento. ¿Qué había pasado? Todo había sido tan rápido y tan inesperado que me costaba recrearlo en mi mente. ¿Por qué me había dejado llevar así?
Me tumbé en la cama y extendí su camiseta sobre mi pecho, mi boca y mi nariz. Olía bien, muy bien. Olía a él. Cerré los ojos y evoqué su cuerpo: su calor, su tacto, su olor, su sabor... Su piel era cálida, suave y tersa; sabía bien, a algo fresco y ligeramente salado. Sus músculos eran firmes y se dibujaban con gran nitidez en el pecho y los abdominales. Recreé sus besos, la humedad de su boca y la vehemencia de su lengua. Nunca hasta ese día había sentido esa pulsión primigenia. Le deseaba con cada uno de los poros de mi piel. Ni siquiera las veces que había estado con Álvaro podían compararse. ¿Por qué con Oliver? Tal vez yo estuviera enamorada, pero él no parecía sentir nada por mí. Y pese a todo, tras la resistencia mínima derivada más de la sorpresa que de un verdadero rechazo, me había dejado llevar por un deseo que, de no ser por la repentina llegada de Eduardo, hubiera terminado en un episodio de sexo desenfrenado.

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