Capítulo 37.

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Anastasia se preguntó por qué no habría considerado antes la vocación monástica.

Era una vida tranquila y pacífica y mucho menos agitada de la que ella había llevado últimamente.

—Porque lo estarías utilizando como refugio —le dijo la hermana Carmela—. No se ingresa en un monasterio para evitar los problemas.

—¿No? ¡Maldición!.

La hermana Carmela lanzó una carcajada.

—No puedes escapar de ti misma, Anastasia.

—¿Quiere decir que donde quiera que vaya, allí seguiré sin remedio?

—Exactamente —la hermana Carmela le apretó la mano—. Sólo tienes que
enfrentarte a ti misma, a tus esperanzas, a tus sueños, a tus fracasos y logros, a lo que haya en tu corazón.

Eso sería Christian, pensó Anastasia.

Porque estuviera donde estuviera, allí estaba Christian.

En sus días y en sus noches.

En sus esperanzas y en sus sueños.

Y lo mejor de ella salía cuando estaba con él.

Igual que le pasaba a la hermana Carmela en el monasterio.

—Pero él no me ama —protestó.

Estaban sentadas en el pequeño porche de la cabaña como todas las tardes. La mayor parte del día Anastasia lo pasaba sola pensando, caminando e intentando reconciliarse consigo misma.

Y después por las tardes aparecía la hermana Carmela a charlar con ella durante una hora.

Dirección espiritual, lo había llamado la monja.

Anastasia pensaba que la dirección no era suficiente; ella necesitaría el mapa entero.

La hermana Carmela sonrió.

—Creo que encontrarás tu camino muy pronto. Y yo no estaría tan segura de que no te quiere. Nunca se sabe lo que puede aparecer por el horizonte.

Miró tras Anastasia a lo alto de la colina de detrás de la cabaña.

Entonces sonrió de forma enigmática.

Anastasia le devolvió la sonrisa deseando que la hermana Carmela no fuera tan misteriosa.

—Mis horizontes son bastante limitados —replicó.

—Pueden ser más amplios de lo que crees.

La hermana seguía mirando a espaldas de Anastasia todavía sonriendo antes de mirar de forma especulativa a espaldas de Anastasia.
Por fin ella se dio la vuelta.

—¿Christian?

El estaba a mitad de la colina con un bastón. Al menos esperaba que fuera un bastón. Cojeaba de forma evidente y bajaba tan rápido que se caería de bruces si no frenaba.

—¡Christian!

Se lanzó a correr hacia él tirando la silla al salir.

Escuchó a la hermana Carmela levantarse también a sus espaldas.

—Pensé que debía ser él —dijo.

No era momento para la indiferencia ni para hacerse la dura.

Después de haberse pasado las últimas semanas enfrentándose a cada minuto a la verdad de que amaba a Christian con toda su alma, ¿podría recibirlo con frialdad?
No, no podía.

Pero tampoco debería haberlo tirado al suelo del entusiasmo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Lo siento!

Sólo había pretendido rodearlo con sus brazos, impedir el rápido descenso y tenerlo cerca.

Bien, ya estaban muy cerca.

Ella estaba encima de él.

Pero Christian no se quejaba.

Estaba enterrando los dedos en su pelo y besándola con fiereza. Cuando ella quiso apartarse, no la dejó. Anastasia  no discutió. Estaba perfectamente feliz con seguir besándolo.

Por el rabillo del ojo vio a la hermana Carmela sonreír y alzar los dedos con el signo de la victoria antes de desaparecer por el camino hacia el arroyo.

Anastasia lanzó una corta plegaria de gracias por su sabiduría y sobre todo por su discreción. Y entonces volvió a besar a Christian una y otra vez.

Era mejor que todos los recuerdos que había acumulado, la sensación de su
cuerpo, duro y sólido bajo el de ella, la aspereza de su barba incipiente contra sus mejillas, el ardor y presión de sus labios. ¡Oh, sí!

—¿Por qué diablos no me dijiste que habías suspendido la maldita boda? —preguntó él cuando por fin separó la boca de la ella lo suficiente como para poder respirar.

La miró jadeante y con ardor, pero ella sonrió y sacudió la cabeza.

—Porque hubieras pensado que era patética.

—¿Qué?

Ella se encogió de hombros y se sentó, pero él no la dejó apartarse mucho
manteniéndola anclada contra sí por la cintura.

—Era por supervivencia —explicó—. ¿Qué se suponía que podía hacer?
¿Decirte que nos lo habías estropeado a José y a mí? ¿Admitir que no podía casarme con él sintiendo lo que sentía por ti? ¿Ponerme a tu merced?

Christian sonrió.

—¡Me hubiera servido de mucho! —se incorporó también y su expresión se hizo más grave—. ¿Lo hice? ¿Te lo estropeé todo? ¿Lo sientes?....

Grey El FotógrafoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora