Capítulo 29

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Se echó en la cama y agarró uno de los almohadones de plumas de Christian  entre sus brazos. Lo apretó contra su pecho y enterró la cara contra su suavidad para aspirar como si ya fuera mañana, como si fuera José al que tenía en brazos.

Pero no era José.

Todavía no.

Esa noche todavía estaba en Nueva York y sabía que recordaría aquel momento para siempre. Aquella habitación. Aquella cama. Aquella almohada. Supo que lo atesoraría en su memoria para el resto de su vida.

El olor de la ciudad.

El olor del suave algodón.

El indefinible aroma de Christian.

El timbre del teléfono la sobresaltó.

Anastasia dio un respingo y por un momento no supo dónde estaba. Se había quedado dormida en la cama de Christian.

Con torpeza se incorporó y miró el reloj.

Era tarde.

Más de las once.

—¿Hola? —saludó al descolgar.

—¿Te he despertado?

—¡Chris! —no pudo contener el tono de placer de su voz. ¡Había llamado para despedirse!—. ¿Cómo estás? ¿Te lo has pasado bien? ¿Qué has hecho?.

—Romperme la pierna.

—¿Qué? —pensó que no había oído bien—. ¿Cuándo? ¿Cómo ha sido? ¿Estás bien?

—Sobreviviré. Sólo necesito que me hagas un favor.

—Lo que quieras.

Saltó de la cama, arrellanó la almohada y estiró la colcha como si él pudiera ver dónde estaba.

—Llama al teléfono que voy a darte para que me envíen un coche al aeropuerto. Llegaré a las dos de la tarde. Tomaría un taxi, pero será más fácil de esta manera.

Le dictó un número que Anastasia anotó con rapidez.

—Llamaré ahora mismo, pero…

—Gracias.

Y colgó antes de dejarle decir una palabra más.

Anastasia se quedó mirando al aparato aturdida.

¡Y ella que había esperado que llamara para despedirse!

Bueno, pues no iba a ser una despedida.

Todavía no si él estaba lesionado.

Sintió que aquella débil melancolía que la había atenazado todo el día se
evaporaba ligeramente.

Descolgó el teléfono y llamó a su casa.

—No llegaré mañana —dijo sin preámbulos.

José no se puso nada contento.

Su madre menos.

Había que elegir las flores y  el menú y la esperaban doscientas invitaciones para mandar.

—Ya lo haré más adelante.

Y cuando colgó, se sintió infinitamente más liviana.

El pobre Christian se había roto
la pierna.

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—¿Qué diablos estás tú haciendo aquí?.

Christian miró a Anastasia alucinado.

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