A casa-.

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A casa -.

¿Le he disparado a ella?

Ciertamente no lo recuerdo. De haberlo hecho antes ella debió haberme visto ¿no?

La mirada de sus obres verdes no abandonada mi rostro, esperando mi respuesta.

—Yo..., no lo recuerdo —su mirada cayó al piso, demonios. Sé que me arrepentiría de esto—. Pero puedo averiguarlo.

Nuestros pasos nos habían traído nuevamente al centro de la plaza.

Cada humano en el mundo ha recibido alguna flecha, ya sea mía o de mi madre. Las Parcas; los seres que controlan el destino, y el hilo de vida de las personas; llevan un recuento de cada una de estas. Ellas tienen el recuento de las flechas llegadas a Becca. Y por todos los Dioses del Olimpo. Esperaba que su flecha de Amor verdadero aún no esté registrada.

—¿Enserio? —su voz sonaba esperanzada, ¿por qué de repente esto era tan importante para ella?

—Sí, pero tendrás que darme unos días —el efusivo movimiento de su cabeza asintiendo llevó una sonrisa a mi cara.

Extendí mi mano hacia ella, era momento de volver a casa. Volver a Connecticut.

—¿Nos vamos? —sus pestañas se abatieron en el aire y por unos momentos un sonrojo cubrió sus mejillas.

Me extendió el casco de su moto. En un movimiento grácil volvió a ponerse su abrigo amarillo. Creo que realmente ama ese color.

Le entregué el casco y con la misma maestría de antes lo abrochó bajo su barbilla. Mis ojos se cerraron y en menos de una centésima de segundo volvía a sentir el peso de mis alas. Los abrí. Rebecca me veía fascinada.

Dando un paso hacia mí alzó su mirada. Joder, el recuerdo de nuestro vuelo anterior me golpeó. La idea de tener que repetirlo era indescriptible.

Su vista estaba fija en mis ojos. Lentamente subió sus manos hasta colocarlas en mis hombros. Mis hombros desnudos. Cuando tomaba mi verdadera forma nada cubría mi torso. Nada.

Despejando los pensamientos indecorosos de mi mente enredé mis brazos en su cintura y la levanté. Sus piernas se aferraron con fuerza a mi cintura y mis manos bajaron como atraídas por un imán hacia sus caderas. Dioses.

Un suspiro hizo que mi atención se concentrara en sus labios. Estaban brillosos y entreabiertos. Un halo dorado comenzó a cubrir su cuerpo, nuestros cuerpos. En el primer vuelo había enterrado al instante su cabeza en mi cuello, pero ahora no, ella me observaba tanto como yo a ella.

Con un abatir rápido mis pies ya no tocaban el suelo. Su cuerpo se apretó con más fuerza al mío. Los mechones cortos que escapaban de su casco se movieron en el aire, lentamente, recostó su cabeza en mi hombro sus labios peligrosamente cerca de mi cuello.

Una inhalación profunda llenó mis pulmones, acercando más mi pecho hacia ella. El agarre de sus piernas se reforzó.

—Llévame a casa.

Y eso es lo que haría.

CupidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora