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Pasó tiempo hasta que volví a dar señales de vidas para Elizabeth. Estuve más o menos un mes sin volver a conectarme. Y es que, como ya escribí antes, mis padres me iban a dejar dinero para ir a Tenerife, pero a cambio les tenía que ayudar haciendo recados después de clase, y siempre que llegaba a casa estaba muerto de sueño. ¿Qué pensaría Elizabeth que estaba haciendo?

Elizabeth. Me encantaba decir su nombre, era casi tan precioso como el sentimiento que sentía hacia ella. Recuerdo cuanto la amaba en ese momento, cuanto llegué a amarla en un tiempo más atrás. Ese tiempo más atrás en el que no paraba de decirle que todo iba a ser perfecto y que nadie estropearía lo nuestro.

Pero, sin embargo, no todo fue perfecto, nada fue como esperábamos, ni siquiera como le prometí. Definitivamente, por muchas esperanzas que tengas, por muchas ganas que le pongas a algo nada es perfecto y no todo puede salir como uno quiere que salga. Nosotros nos amábamos, nuestros sentimientos eran correspondidos, pero no tuvimos suerte con el camino que el destino nos tenía preparados.

Cuando todo se torció me di cuenta de que tarde o temprano la acabaría perdiendo, era algo inevitable. Ya no estaba ahí para sorprenderla cada día y enamorarla más y más.

Vivía con el miedo constante de que conociera a otro, de que ese otro la enamorara a su manera y que ella acabara sucumbiendo a sus encantos. Tenía un miedo terrible de que ella me olvidara, que olvidara todo lo que hice por ella y todo lo que sería capaz de hacer por ella. Tenía un miedo atroz a que la distancia cortara aquel hilo rojo que en mi opinión teníamos y que se acabaría quebrando.

Y es que el motivo a todo ese miedo que sentía era porque sabía perfectamente que no iba a volver a amar a nadie más de la manera que llegué a amarla. No es que me prometiera a mí mismo no volver a amar a nadie más. Simplemente sabía que no iba a suceder, ya que era y es remotamente imposible que existan dos personas idénticas en el mundo. Seguro que las hay mejores, pero eso mismo, mejores, no como ella.

Lloraba mucho por ese motivo, y en parte a veces se me escapa alguna lágrima por ello, por el motivo de que nadie me volverá a dar la felicidad que ella me daba, la tranquilidad que sentía a su lado, los abrazos tan cálidos que me daba cuando me sorprendía por la espalda, los besos con los que me robaba el aliento, los silencios que llegamos a compartir mientras mirábamos una puesta de sol o un amanecer, las miradas con las que nos lo decíamos todo sin articular ningún sonido, los susurros con los que me decía "te amo"...

No voy a negar que esas fueran las cosas que por esos días me pasaban mucho por la cabeza, pero tristemente son las cosas que aún me revolotean de vez en cuando.

Volviendo a aquel mes de octubre, cuando ya habían pasado más de la mitad de los días, yo no paraba de pensar que tenía que conectarme, hablar con ella, que supiera que aún me importaba, que no pensara que la había olvidado, tenía que encontrar un hueco, o, simplemente, necesitaba que mis padres dejaran de aprovecharse de mí.

Estuve mucho tiempo sin hablar con ella. Me sentía mal, no saber si estaba bien o mal, no saber si necesitaba consuelo, no saber si necesitaba que le sacara una sonrisa. Y es que las últimas veces que me había conectado solo habíamos hablado un poco, tampoco me había comportado como un buen amigo, conectándome y desconectándome con la misma.

¿Qué estaría pensando ella de mí por esos días? ¿Me habría echado de menos? ¿Se habría preocupado por mí? A veces deseaba poder meterme en su cabeza y saber qué era lo que le pasaba.

Solo quería un final felizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora