El hoyo en el pecho.

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-...-.

Nadie decía nada. Romano y Andrew estaban pálidos. Todas las miradas estaban centradas sobre April, y unas cuantas mas, en las diferentes alternativas para escapar.
¿La ventana? ¿La segunda puerta de la sala de reuniones? ¿Habran notado sus jefes que estaban en peligro?
Nada era lo suficientemente convincente para poder huir.

-¿Que ocurre, mis niños? ¿Les comió la lengua él gato~?-. Sonrió April con sorna, moviéndose de un lado a otro por toda la sala de reuniones. Inmediatamente después de eso, toda alternativa de huir había sido bloqueada, ya que los fortachones taponaron todas las salidas. Todos, con gotas de sudor escurriendo y nudos en la garganta, ya estaban comenzando a amasar la idea de un tiroteo.

-¿Lo recuerdas, Romanito? ¿No te trae recuerdos de antaño esta situación?-. April sonrió acercándose a Lovino con una sonrisa.-Eran recién tus primeros años en él programa. Ay, y tu carita de asombro y admiración, esa carita con ojos brillantes y sonrisitas, me parecía traída del cielo-. Sonrió ella, manoseando las mejillas de Roma. Este la apartó con un gesto de fastidio.

-¿Y lo que pasó después? ¿Lo recuerdas?-. Ella hizo una mueca de fastidio-. ¡Nos traicionaste! ¡Confiabamos en ti! ¡Yo confiaba en ti! ¿Y que hiciste? ¡Me clavaste un puto puñal por la espalda! ¡Nos clavaste un puñal en la espalda a los cuatro! ¡Nos dejaste a la mitad de todo esperando que nos lleguemos a morir como perros abandonados! ¿Y que hiciste después? Te atreviste a regresar como salvadora de todo esperando que te perdone. Pese a que no quería, me obligaste a acabarlo... ¡Te mereces la muerte!-. La chica, con una mueca de fastidio, apartó la mirada.

-¿Sigues pensando en esos inservibles, Romano? Dios mio, pasaron cuatro años desde eso. Ya superalo-. El chico se levantó, empujándola.

-¡YA SUPERALO Y UNA MIERDA! ¡ERAN MIS MALDITOS UNICOS AMIGOS!-. Vociferó Romano apuntándole a la cabeza con una pistola. Los fortachones al momento sacaron sus armas apuntando a hacia el italiano, y al mismo tiempo, los países comenzaron la guerra.

Balas iban, balas volvian. Las naciones armaron una barricada con la gran mesa de ébano y desde ahí distaraban a diestra y siniestra. Los hombres también se la jugaban disparando desde detrás de una enorme biblioteca que había sido tirada abajo.

-Diablos...-. Murmuró entre dientes el alemán, sacando el cargador vacío de su pistola. Oficialmente, se había quedado sin balas.- ¿Ahora que mierda hago? ¿Que haremos?-. Observó de reojo a sus compañeros. No habían llevado la gran cosa en cuestión de armamento por ser una reunión, y no había mucha esperanza para ellos en el momento en el que las balas escasearan. Tenían que arriesgarse a salir de atrás de la mesa y hacerlo a corta distancia sin acabar llenos de plomo.

-Alemania...-. Italia, el cual temblaba como hoja en un huracán, le ofrecía sus pistolas con un gesto de miedo.- Ya acabaste tu cargador, así que usa estas-. Murmuró el mas chiquito. Ludwig tomó ambas armas, pero antes de comenzar a disparar otra vez se abrazó al castaño, refregandole la espalda.

-Vamos a salir de esta. Te lo prometo-. Rectificó el alemán, acercando el pequeño cuerpo a si mismo, para darle un poco de consuelo. Ya con ambas pistolas, se asomó levemente, tratando de ver a los hombres. Cuando vio a uno asomarse, tomó la pistola y trato de que sus manos que temblaban no sabotearan su puntería. Disparó, dándole al tipo en la cabeza, y luego fue a cubierto otra vez. Suspiró levemente y sonrió, y cuando estaba a punto de asomarse, dos disparos le dieron en el brazo, haciéndolo soltar una maldición en su idioma natal.

-¡Capitano!-. Chilló el itálico poniéndole las manos en la herida, casi con desesperación. Al mismo tiempo, algunos países se acercaron a ver que había ocurrido.

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