CAPÍTULO PRIMERO

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1801


Acabo de llegar de una visita al dueño de mi casa, el solitario vecino con el que voy a tener que lidiar. Es esta en verdad una hermosa región, no creo que me hubiera podido fijar en toda Inglaterra en un paraje tan del todo apartado del mundanal ruido; es un perfecto paraíso para misántropos, y el señor Heathcliff y yo una pareja ideal para compartir esta desolación entre los dos. Es un hombre extraordinario; poco se podía imaginar lo que simpatizaba con él cuando vi sus ojos negros esconderse recelosos bajo sus cejas y cuando sus dedos se cobijaban con clara resolución, cada vez más adentro, en su chaleco, al llegar yo a caballo y anunciar mi nombre.

—¿El señor Heathcliff? —dije.

Una inclinación de cabeza fue su respuesta.

—El señor Lockwood, su nuevo inquilino, señor. Tengo el honor de visitarle lo antes posible después de mi llegada, para expresarle mi esperanza de no haberle molestado con mi insistencia en solicitar la ocupación de la Granja de los Tordos. Supe ayer que usted pensaba...

—La Granja de los Tordos es mía —me interrumpió diciendo—, y no permito que nadie me moleste, si lo puedo evitar. ¡Pase!

Este pase lo pronunció con los dientes apretados como diciendo «vete al diablo». Ni siquiera la verja en que se apoyaba hizo ningún movimiento que correspondiera a sus palabras, y creo que fue esta circunstancia la que me decidió a aceptar la invitación: sentí interés por un hombre que parecía más exageradamente reservado que yo. Cuando vio que el pecho de mi caballo empujaba con resolución la verja, alargó la mano para abrirla, y de mal humor, me precedió por el camino, dando una voz al entrar en el patio:

—¡José, llévate el caballo del señor Lockwood y sube vino!

«Estos son todos los criados que tenemos, supongo», esta fue la reflexión que me sugirió la doble orden. «No me extraña que la hierba crezca entre las losas y que el ganado sea el único que corte los setos.»

José era un hombre mayor, más aún, viejo, muy viejo quizás, aunque sano y vigoroso.

—¡Dios nos valga! —dijo para sí, en voz baja y de displicente desagrado, mirándome mientras al rostro con tanta acritud que supuse, caritativamente, que debía necesitar del auxilio divino para hacer la digestión y que esta piadosa jaculatoria no tenía nada que ver con mi inesperada visita.

Cumbres Borrascosas es la morada del señor Heathcliff. Borrascosas es un adjetivo muy local que describe la agitación atmosférica a que está expuesto el lugar en tiempo de tormenta. Debe haber, sin duda, allá arriba, una ventilación pura y saludable en todas las estaciones; uno se imagina la fuerza del viento del norte cuando sopla por encima del margen de la sierra, por la excesiva inclinación de unos abetos enanos que hay al final de la casa y por una hilera de flacos espinos que alargan sus miembros en una sola dirección, como mendigando la luz del sol. Por fortuna, el arquitecto tuvo la prevención de construirla sólida; las angostas ventanas están bien encajadas en el muro y los ángulos protegidos por grandes salientes de piedra.

Antes de cruzar el umbral me detuve para admirar la cantidad de esculturas grotescas esparcidas por la fachada, sobre todo en la puerta principal, en la que, entre una maraña de grifos que se desmoronaban y niños impúdicos, detecté la fecha «1500» y el nombre «Hareton Earnshaw». Hubiera hecho algunos comentarios y pedido una breve historia del lugar al huraño propietario, pero su actitud en la puerta parecía pedirme que entrara pronto o me fuera de una vez, y no quise agravar su impaciencia previamente a inspeccionar el santuario.

Un escalón nos condujo al cuarto de estar de la familia sin ningún vestíbulo o pasillo introductorio: aquí lo llaman la casa por excelencia; incluye en general la cocina y la sala de recibo, pero creo que en Cumbres Borrascosas la cocina se ha visto obligada a retirarse a otra parte; por lo menos yo percibí, como desde muy adentro, parloteos y ruido de cacharros de cocina, y observé que no había señales de asar, hervir u hornear en la enorme chimenea, ni brillo de cacerolas de cobre o escurridores de hojalata en las paredes. Verdad es que un extremo de la estancia reflejaba espléndidamente tanto la luz como el calor desde las hileras de enormes fuentes de peltre entremezcladas con jarras de plata, que ascendían, hilera sobre hilera, en un enorme aparador de roble, hasta el mismo techo. Este último no había sido revocado nunca, su completa anatomía quedaba al desnudo ante la mirada del observador, excepto donde la ocultaba un bastidor de madera cargado de panes de avena, jamones apiñados y piernas de vaca y carnero. Sobre la chimenea había varias escopetas viles y viejas y un par de pistolas de arzón y, a manera de adorno, tres botes de colores chillones colocados en la repisa. El suelo era liso, de piedra blanca; las sillas de respaldo alto, de forma anticuada, pintadas de verde; una o dos —negras y pesadas— estaban ocultas en la sombra. En un arco que se formaba bajo el aparador reposaba una enorme perra de muestra de color rojizo oscuro, rodeada de un enjambre de cachorros todos chillando, y otros perros se cobijaban por los rincones. La vivienda y los muebles no tendrían nada de extraordinario si hubieran pertenecido a un sencillo labrador norteño de aire tenaz, de miembros fornidos realzados por el calzón corto y las polainas. Tales individuos pueden verse sentados en su sillón, ante el vaso de espumante cerveza sobre la mesa redonda, a cinco o seis millas de distancia entre estas colinas, si se va a la hora oportuna, después de comer. Pero el señor Heathcliff forma un singular contraste con su vivienda y estilo de vida. Es hombre de piel oscura, con aspecto de gitano; en cuanto a traje y maneras un caballero, es decir, tan caballero como tantos campesinos hacendados, algo descuidado quizás, pero no mal parecido en su negligencia, porque tiene una figura derecha y distinguida, y un tanto taciturno. Es muy posible que haya quien le achaque cierto orgullo grosero, pero hay dentro de mí una fibra que simpatiza con él y que me dice que no hay tal cosa: yo sé por instinto que su reserva procede de un rechazo de la exhibición espectacular de los sentimientos y de las manifestaciones de mutuas amabilidades. Amará y odiará con igual disimulo y considerará una impertinencia ser amado u odiado a su vez. Pero no, corro demasiado, le estoy concediendo a él, con excesiva generosidad, mis propias cualidades; el señor Heathcliff puede tener razones muy distintas a las mías para no alargar su mano cuando se encuentre un posible amigo. Confío en que mi carácter sea casi único: mi querida madre acostumbraba a decir que nunca tendría un hogar a mi gusto y, ya el verano pasado demostré que era indigno de tal cosa.

Cumbres borrascosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora