CAPÍTULO XII

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Mientras la señorita Linton se abandonaba a su tristeza por el parque y el jardín, siempre silenciosa y casi siempre llorando; su hermano permanecía encerrado entre los libros, que no abría, cansándose, supongo, de su continua y vaga esperanza de que Catalina, arrepentida de su conducta, volvería de su propio acuerdo para pedir que la perdonara y buscar una reconciliación; mientras ella se obstinaba en ayunar, con la idea, probablemente, de que en cada comida Edgar casi se atragantaría por su ausencia, y que sólo el orgullo le impediría correr a postrarse a sus pies..., yo iba haciendo mis deberes domésticos convencida de que las cuatro paredes de la Granja sólo albergaban un alma sensata y que ésta estaba alojada en mi cuerpo.

No malgastaba compasión hacia la señorita, ni protestas hacia la señora, ni prestaba gran atención a los suspiros del amo, que deseaba oír el nombre de su esposa, ya que no podía oír su voz. Decidí que ya se las arreglarían como gustasen y, aunque fue un proceso fatigoso y lento, al fin el tenue alborear de su buena marcha, empezó a alegrarme, así por lo menos lo creí en un principio.

Al tercer día la señora Linton corrió el cerrojo de su puerta, porque habiéndose terminado el agua del cántaro y de la botella, quiso que se le renovara la provisión, y también un tazón de caldo, porque se creía morir. Consideré que estas palabras iban dirigidas a los oídos de Edgar, pero como no las creía, las guardé para mí y le llevé un poco de té con tostadas. Comió y bebió con avidez y volvió a hundirse en la almohada, con las manos apretadas, y gimiendo.

—¡Quiero morirme! —exclamó—, puesto que a nadie le importo nada. Siento haber tomado esto.

Un buen rato después la oí murmurar:

—No, no me quiero morir, se alegraría, no me quiere nada, nunca me echaría de menos.

—¿Necesita algo, señora? —pregunté, conservando todavía mi compostura externa, a pesar de su aspecto fantasmal y extraño, y su exagerado proceder.

—¿Qué hace ese ser apático? —preguntó, retirando los rizos espesos y enmarañados de su demacrado rostro—. ¿Ha caído en un letargo o se ha muerto?

—Ni una cosa ni otra. Si usted quiere decir el señor Linton, supongo que está bastante bien, aunque sus estudios le ocupan más de lo que debieran; continuamente está entre sus libros, puesto que no tiene otra compañía.

Si hubiera sabido su verdadero estado, no hubiera hablado así, pero yo no podía liberarme de la idea de que parte de su enfermedad era fingida.

—¡Entre sus libros! Y yo muñéndome, al borde de la tumba. ¡Dios mío! ¿Sabe lo desfigurada que estoy? —continuó, contemplando su imagen en un espejo colgado en la pared opuesta—. ¿Es esta Catalina Linton? Se cree que sólo estoy de mal humor, en broma quizá? ¿No puedes tú informarle de que es algo muy serio? Neli, si no es demasiado tarde, en cuanto yo sepa sus sentimientos, escogeré entre estas dos cosas: o me dejaré morir de hambre ahora mismo —lo que no sería castigo a no ser que tenga corazón— o recuperarme y dejar el país. ¿Dices la verdad respecto a él? Ten cuidado. ¿Le importa en realidad tan poco mi vida?

—Bueno, señora, el señor no tiene idea de que está usted trastornada, y desde luego no teme que se deje usted morir de hambre.

—¿Crees que no? ¿No puedes decirle que sí lo haré? Persuádele, dile lo que piensas, dile que estás segura de que sí lo haré.

—No, usted olvida, señora Linton, que esta tarde usted ha comido algo con gusto, y mañana notará su buen efecto.

—Si sólo tuviera la seguridad de que esto ha de matarle, me mataría en el acto. Estas tres noches espantosas no he cerrado los ojos, he sufrido tormentos, he estado obsesionada, Neli. Y empiezo a imaginarme que tú no me quieres. ¡Qué raro! Pensaba que, aunque todos sentían odio y desprecio unos de otros, no podían dejar de amarme, y ahora todos se han convertido en enemigos en pocas horas. Ellos, estoy segura, la gente de aquí. ¡Qué triste encontrarse con la muerte y estar rodeada de sus fríos rostros! Isabela, llena de terror y repulsión, temerosa de entrar en mi cuarto, porque sería horrible ver que Catalina se va. Y Edgar, de pie, solemnemente, a mi lado, para contemplar mi fin, y luego ofrecerá oraciones para dar gracias a Dios por el restablecimiento de la paz en la casa, y volverá a sus libros. ¡Qué tendrá que hacer con sus libros cuando yo me estoy muriendo!

Cumbres borrascosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora