CAPÍTULO XXX

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Hice una visita a las Cumbres, pero no la he visto desde que se fue. José sujetaba la puerta con la mano cuando fui a preguntar por ella, y no me dejó pasar. Dijo que la señora Linton estaba ocupada, y que el amo no estaba en casa. Zila me ha contado algo de cómo van las cosas, si no yo apenas sabría si estaba viva o muerta. Ella cree que Catalina es altiva y no la quiere, según adivino por su charla. Mi ama, al principio, cuando llegó, le pidió que le atendiera en algo, pero el señor Heathcliff le dijo que se cuidara de sus cosas, y que dejara que su nuera se atendiera a sí misma, a lo que Zila de buen grado asintió; como es mujer poco inteligente, es egoísta. Catalina mostró un enfado infantil por este abandono, que pagó con desprecio, y así pudo poner a mi informante en la lista de sus enemigos, como si le hubiera causado un daño grande.

Tuve una larga conversación con Zila hace unas seis semanas, un poco antes de que usted viniera, un día que nos encontramos en los páramos, y esto fue lo que me contó:

—Lo primero que hizo la señora Linton cuando llegó a las Cumbres fue correr hacia arriba sin ni siquiera darnos las buenas noches a José y a mí. Se encerró en la habitación de Linton y allí se quedó hasta la mañana. Entonces, mientras el amo y Earnshaw estaban desayunando, entró y preguntó, toda temblorosa, si se podía ir a buscar a un médico; su primo estaba muy mal.

—Ya lo sabemos —contestó Heathcliff—; pero su vida no vale un farthing, no me lo gastaré en él.

—Pero no sé qué hacer —dijo ella—, y si nadie me ayuda se morirá.

—Sal de la habitación, no quiero saber de él ni una palabra más, a nadie de aquí le importa lo que le ocurra, si a ti sí, haz de enfermera, y si no, enciérrale y vete.

Entonces empezó a importunarme a mí, pero le dije que bastante plaga había tenido con esta pesada criatura, que cada uno de nosotros tenía su trabajo y que el suyo era atender a Linton; el señor Heathcliff me ordenó dejárselo a ella.

Cómo se las arreglaron juntos, no lo sé, supongo que él estaría muy inquieto y que gemiría noche y día y que ella tendría bien poco descanso, según podía uno suponer por su palidez y ojos hinchados. Ella a veces venía a la cocina, desesperada, como si quisiera pedir socorro, pero yo no iba a desobedecer al amo. Yo nunca me atrevo a desobedecerle, señora Dean, y aunque yo creía que estaba mal que no se fuera a buscar a Kenneth, no era cosa mía ni aconsejar, ni quejarme, y siempre me negué a entrometerme.

Una o dos veces, después de irnos a la cama, abrí mi puerta y la vi sentada llorando, en lo alto de la escalera, entonces volví a cerrar, rápidamente, por miedo a sentirme inclinada a interferir; me daba lástima entonces, estoy segura, pero no quería perder mi empleo, ¿comprende?

Al fin una noche entró decidida en mi alcoba y me dio un susto que me sacó de quicio.

—Dígale al señor Heathcliff que su hijo se está muriendo, esta vez estoy segura. Levántese ahora mismo y dígaselo.

Después de estas palabras desapareció. Yo seguí acostada un cuarto de hora escuchando, pero temblaba. Nada se movía, la casa estaba en silencio. «Se habrá equivocado —dije para mí—, estará mejor, no tengo por qué molestarles», y empecé a adormilarme, pero mi sueño fue interrumpido por segunda vez por un fuerte campanillazo —era la única campanilla que teníamos, puesta exprofeso para Linton— y el amo me llamó para que fuera a ver lo que pasaba y que les dijera que no quería volver a oír aquel ruido.

Le di el recado de Catalina. Se maldijo a sí mismo, y a los pocos minutos salió con una vela encendida y se dirigió a la habitación de Linton, y yo le seguí. La señora Linton estaba sentada al lado de la cama con las manos cruzadas sobre sus rodillas. Su suegro se acercó, iluminó la cara de su hijo, le miró, le tocó, y dirigiéndose a ella dijo:

Cumbres borrascosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora