CAPÍTULO XVI

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Hacia las doce de la noche nació la Catalina que usted vio en Cumbres Borrascosas, una niña sietemesina y enfermiza; a las dos horas moría la madre, sin haber recuperado la conciencia suficiente para echar de menos a Heathcliff, o conocer a Edgar.

El desconsuelo de este último por su pérdida es un asunto demasiado penoso para insistir; sus efectos consiguientes demostraron cuán profundo era. A esto se añadía, a mi entender, el hecho de que había quedado sin heredero. Lo deploraba yo contemplando la débil huérfana y mentalmente reprochaba al viejo Linton el haber asegurado su hacienda a su hija —lo que era sólo una parcialidad natural— en lugar de a su hijo. No fue bien recibida la pobre niña. En aquellas primeras horas de su existencia, podía haber estado llorando hasta morir que a nadie le hubiera importado. Recompensamos luego este abandono, pero su principio fue tan desamparado como será probablemente su fin.

La mañana siguiente, clara y alegre en el exterior, penetraba suavemente a través de las celosías de la silenciosa alcoba, e inundaba el lecho y el cadáver con un resplandor tierno y suave.

Edgar Linton tenía la cabeza apoyada en la almohada y los ojos cerrados. Sus jóvenes y correctas facciones eran casi tan cadavéricas como las del cuerpo que estaba a su lado, y casi tan inmóviles, pero su quietud era de angustia agotadora, la de ella de perfecta paz: su frente tersa, sus párpados cerrados y en sus labios la expresión de una sonrisa. Ningún ángel del cielo podía ser más hermoso que ella y yo compartía la calma infinita en que reposaba, porque mi espíritu no estuvo nunca en un estado más santo que mientras contemplaba la apacible imagen del eterno descanso. Instintivamente repetía las palabras que ella había dicho pocas horas antes:

«Mucho más allá y por encima de todos nosotros.» Tanto si aún está en la tierra o ya en en cielo, su espíritu está con Dios.

No sé si es una peculiaridad mía, pero me suelo sentir feliz cuando estoy velando en la habitación de un muerto, siempre que el que comparta este deber conmigo no sea un enloquecido o desesperado deudo. Yo veo un reposo que ni la tierra ni el infierno pueden romper; y siento la seguridad de un más allá sin fin y sin sombras —la eternidad en la que ellos han entrado— en donde la vida no tiene límites en su duración, ni el amor en su solidaridad, ni el gozo en su plenitud. Me di cuenta entonces de cuánto egoísmo hay aún en un amor como el del señor Linton al lamentar tanto la bendita liberación de Catalina.

Sin duda se podría dudar si, después de una existencia tan rebelde y díscola como la que ella llevó, merece al fin un cielo de paz; se podría dudar en un momento de fría reflexión, pero no entonces, en presencia de su cadáver; aseguraba éste su propia tranquilidad, lo que parecía la promesa de un reposo semejante para el alma que antes lo habitó.

—¿Cree usted que personas así son felices en el otro mundo, señor? Daría cualquier cosa por saberlo.

Decliné responder a la pregunta de la señora Dean, que me sonó un tanto heterodoxa. Ella continuó:

—Si recordamos el curso de la vida de Catalina Linton, me temo que no tenemos derecho a pensar que es feliz: pero la dejaremos con su Hacedor.

El amo parecía dormido, y me aventuré, poco después del amanecer, a dejar la habitación y salir al aire libre, puro y fresco. Los criados creyeron que iba a sacudir la modorra de mi prolongada vela. En realidad, el motivo principal era ver a Heathcliff. Si se había quedado entre los alerces toda la noche no habría oído nada del revuelo de la Granja, a no ser, quizá, que hubiera captado el galope del mensajero a Gimmerton. Si se hubiera acercado, probablemente sí se hubiera dado cuenta, por el vaivén de las luces y el abrir y cerrar de las puertas, que algo malo pasaba en el interior.

Deseaba encontrarle y lo temía; había que darle la terrible noticia, deseaba acabar cuanto antes, pero no sabía cómo hacerlo.

Allí estaba, un poco adentrado en el parque, contra un fresno, sin sombrero, con el pelo empapado del rocío que se había acumulado en los brotes de las ramas y goteaba a su alrededor. Debió de estar mucho tiempo de pie en aquella postura, porque vi una pareja de mirlos que pasaban y volvían a pasar, apenas a tres pies de distancia, ocupados en construir su nido, y considerando su proximidad no más que si fuera un leño. Echaron a volar al acercarme yo, él levantó los ojos y dijo:

Cumbres borrascosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora