CAPÍTULO XXIV

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Al cabo de tres semanas pude dejar mi alcoba y andar por la casa. En la primera ocasión que yo me quedé levantada por la tarde, pedí a Catalina que me leyera porque mi vista estaba débil. Estábamos en la biblioteca, el amo se había ido a la cama. Ella consintió pero me imaginé que con un poco de mala gana y, pensando que mis libros no eran de su agrado, le dije que escogiera entre los que ella leía. Escogió uno de sus favoritos y leyó seguido durante una hora, entonces vinieron preguntas frecuentes:

—¿Elena, no estás cansada? ¿No sería mejor que te acostaras? Te encontrarás mal si te quedas tanto rato levantada.

—No, no, cariño, no estoy cansada.

Viéndome inamovible, ensayó otro método para mostrar su desagrado por su ocupación. Lo cambió por bostezar y desperezarse.

—Elena, estoy cansada.

—Déjalo y hablemos.

Aún fue peor: se agitaba, y todo eran suspiros y miradas a su reloj hasta que, finalmente, a las ocho se fue a su dormitorio rendida del todo, a juzgar por su mal humor y ojos de sueño y el constante restregar a que los sometía.

La noche siguiente aún estuvo más impaciente, y a la tercera de recuperar mi compañía se quejó de dolor de cabeza y se fue.

Me pareció extraña su conducta y, habiéndome quedado un buen rato sola, resolví ir y averiguar si estaba mejor y pedirle que viniera a tumbarse en el sofá en vez de estar arriba a oscuras.

Ninguna Catalina pude descubrir ni arriba ni abajo. Los criados me dijeron que no la habían visto. Escuché en el cuarto de Edgar, todo estaba en silencio. Volví a su habitación, apagué la vela y me senté junto a la ventana.

La luna brillaba espléndida; una salpicadura de nieve cubría la tierra. Se me ocurrió que acaso se le habría metido en la cabeza dar un paseo por el jardín para tomar el aire. Vi una figura arrastrándose a lo largo de la cerca interior del parque, pero no era mi niña, al salir hacia la luz reconocí uno de los mozos de cuadra. Estuvo bastante rato vigilando hacia el camino de coches que cruza la finca. Luego partió a paso ligero, como si hubiera visto algo, y reapareció al momento conduciendo a Mini, y allí estaba ella, que acababa de descabalgar, andando a su lado. El hombre cogió el caballo furtivamente a través de la hierba hacia el establo. Cati entró por la ventana del salón y se deslizó silenciosamente hacia donde yo la esperaba.

Empujó con suavidad la puerta, se quitó los zapatos llenos de nieve, se desató el sombrero e iba, sin sospechar mi acecho, a quitarse la capa cuando de pronto me levanté y dejé que me viera. La sorpresa la petrificó un momento, profirió una exclamación inarticulada y se quedó inmóvil.

—Mi querida Catalina —dije, demasiado impresionada por sus recientes bondades para empezar por reñirla—. ¿A dónde ha ido a caballo a estas horas? ¿Y por qué ha intentado engañarme contándome un cuento? ¿En dónde ha estado? Hable.

—Al extremo del parque —tartamudeó—; y no es ningún cuento.

—¿Y a ningún sitio más?

—No —fue su balbuciente respuesta.

—¡Oh, Catalina! —grité con tristeza—. Usted sabe que ha hecho mal, si no no se vería inclinada a decirme a mí una mentira. Esto me duele. Preferiría estar tres meses enferma que oír que inventa una mentira deliberada.

Saltó hacia mí y rompiendo en llanto me echó los brazos al cuello.

—Bien, Elena, tengo miedo de que te enfades, sabrás la pura verdad, detesto ocultártela.

Nos sentamos en el asiento de la ventana; le aseguré que no la reñiría, cualquiera que fuera el secreto, que yo había supuesto, desde luego.

—He ido a Cumbres Borrascosas, Elena, y no he dejado de ir ni un solo día desde que caíste enferma, excepto tres antes y dos después de que tú dejaras tu habitación. Le di a Miguel libros y dibujos para que me preparara a Mini todas las tardes y la volviera al establo: no debes reñirle a él tampoco, tenlo en cuenta. Estaba en las Cumbres a las seis y media y me quedaba generalmente hasta las ocho y media, y entonces galopaba hacia casa. No iba para divertirme. A menudo me sentía desgraciada todo el rato. De cuando en cuando fui feliz, una vez por semana, quizás. Al principio pensé que sería dura tarea persuadirte de que me dejaras cumplir la palabra que le habría dado a Linton, porque le prometí volver al día siguiente cuando le dejamos, pero como tú te quedaste arriba desde la mañana me liberé de este problema, y mientras Miguel cerraba el cerrojo de la puerta del parque por la tarde, me quedé con la llave y le dije que mi primo deseaba que le visitara porque estaba enfermo y no podía venir a la Granja, y que papá se oponía a que yo fuera. Entonces negocié lo de Mini. A él le gusta leer, y piensa marcharse pronto porque se va a casar, por eso accedió, si yo le prestaba libros de la biblioteca, a hacer lo que yo quisiera, pero yo preferí dárselos de los míos, y esto le gustó más.

Cumbres borrascosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora