El señor Hindley Earnshaw vino a casa para el entierro y, lo que nos pasmó a todos, y causó que el chismorreo de los vecinos corriera de diestro a siniestro, fue que trajo consigo esposa. Quién era y dónde había nacido nunca nos lo dijo, probablemente no tenía ni dinero, ni nombre que la recomendara, de lo contrario, no le hubiera ocultado el enlace a su padre.
No era mujer para que se perturbara mucho la casa por su culpa. Todo lo que veía, desde el momento que cruzó el umbral, parecía encantarle, lo mismo que lo que sucedía a su alrededor, excepto los preparativos para el entierro y la presencia de las personas del duelo. Pensé que era medio tonta por su conducta mientras esto acontecía: se metió corriendo en su cuarto y me hizo ir con ella, aunque yo tenía que estar vistiendo a los niños, y allí se sentó temblando, con las manos apretadas y preguntando una y otra vez:
—¿Ya se han ido?
Luego empezó a describir con histérica emoción el efecto que le producía la vista del luto. Se sobrecogía y temblaba y al fin rompió a llorar, y cuando le pregunté qué le pasaba, me contestó que no lo sabía, pero que tenía mucho miedo a morirse. A mí me pareció que estaba tan a punto de morirse como yo. Era algo delgada, pero joven y de tez fresca y los ojos le brillaban como diamantes. Noté claramente que al subir la escalera su respiración se hacía rápida, que al menor ruido repentino temblaba, y a veces tenía una tos penosa; pero como yo no sabía lo que estos síntomas significaban, no me sentí inclinada a simpatizar con ella. En general, aquí, señor Lockwood, no nos encariñamos con extraños, a no ser que ellos se encariñen con nosotros primero.
El joven Earnshaw había cambiado mucho en los tres años de ausencia. Había adelgazado y perdido el color, y hablaba y vestía de distinta manera. El mismo día de su regreso nos dijo a José y a mí que en adelante debíamos establecernos en la cocina y dejar la casa para él. Tenía intención de alfombrar y empapelar una pequeña habitación disponible como saloncito, pero a su mujer le gustaba tanto el suelo blanco, el enorme y resplandeciente hogar, los platos de peltre, el armario de la porcelana, la perrera y el amplio espacio que tenían para moverse, donde ellos generalmente estaban, que lo creyó innecesario para la comodidad de su mujer, y abandonó su intención.
Mostró la joven también agrado al encontrar una hermana en su nueva familia; charlaba con Catalina, la besaba, correteaba con ella y le hacía al principio muchos regalos. Este cariño, sin embargo, duró poco y, cuando ella se volvió displicente, Hindley se convirtió en un tirano. Bastaban unas pocas palabras de desagrado de su mujer hacia Heathcliff, para despertar en él el viejo odio al muchacho. Le echó de su compañía a la de los criados, le privó de la instrucción que se le daba, e insistía en que, en lugar de ésta, tenía que trabajar en el campo, obligándole a hacer un trabajo tan duro como el de cualquier mozo de la granja.
Heathcliff soportó bastante bien su degradación al principio, porque Cati le enseñaba lo que ella aprendía, y trabajaba o jugaba con él en los campos. Los dos prometían criarse tan rústicos como si fueran salvajes, pues al joven amo no le importaba nada de cómo se comportaban ni lo que hacían, por eso ellos apenas le veían, ni siquiera se preocupaba de que fueran a la iglesia los domingos y, si José y el coadjutor le reprendían por su negligencia cuando los niños se ausentaban, eso le recordaba que tenía que dar la orden de azotar a Heathcliff y de dejar a Catalina sin comer o cenar.
Lo que más les divertía a los niños era escaparse a los páramos por la mañana y estar allí todo el día, y era para ellos un simple motivo de risa el castigo que les esperaba; ya podía el coadjutor poner a Catalina tantos capítulos como quisiera para aprender de memoria, y ya podía José pegar a Heathcliff hasta que le doliera el brazo, que lo olvidaban todo en cuanto estaban juntos de nuevo, por lo menos el momento en que inventaban algún malévolo plan de venganza. Más de una vez lloré para mis adentros al verlos crecer cada día con menos tino, pero no decía una palabra por miedo a perder la poca autoridad que aún tenía sobre estas insociables criaturas.
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Cumbres borrascosas
KlasikLa poderosa y hosca figura de Heathcliff domina Cumbres Borrascosas, novela apasionada y tempestuosa cuya sensibilidad se adelantó a su tiempo. Con el trasfondo de la historia familiar de los Earnshaw y los Linton, la obra narra la vida de dos gene...