Ha pasado otra semana..., y otros tantos días estoy yo más cerca de la salud y de la primavera. He oído ya toda la historia de mi vecino en varias etapas, siempre que al ama de llaves pudo sacar tiempo de otras ocupaciones más importantes. La continuaré con sus mismas palabras, aunque algo más resumida. En conjunto es muy buena narradora y no creo que yo pudiera mejorar su estilo.
—Por la tarde —ella dijo—, la misma tarde de mi visita a las Cumbres, yo sabía, tan bien como si lo hubiera visto, que el señor Heathcliff rondaba por allí; evité salir, porque todavía tenía su carta en el bolsillo y no quería que me amenazara o me importunase más. Había decidido no dársela hasta que mi amo se fuera a alguna parte, pues no podía suponer qué efecto le causaría a Catalina el recibirla. La consecuencia fue que no llegó a ella antes de que pasaran tres días. El cuarto era domingo y se la llevé a su habitación cuando todos se habían ido a la iglesia. Quedó sólo un criado para guardar la casa conmigo y teníamos la costumbre de cerrar las puertas las horas de la función religiosa, pero en esa ocasión el tiempo era tan templado y agradable que las dejé abiertas de par en par y, para cumplir mi promesa, puesto que sabía que él iba a venir, le dije a mi compañero que la señora deseaba vivamente comer naranjas, que corriera al pueblo a comprar unas pocas, que se pagarían al día siguiente. Salió y yo subí.
La señora estaba sentada, con un amplio vestido blanco y un ligero chal sobre los hombros, en el hueco de una ventana, como de costumbre. Su espesa y larga cabellera, cortada en parte a principio de su enfermedad, la llevaba ahora sencillamente peinada en rizos naturales sobre las sienes y el cuello. Su aspecto estaba cambiado, como le había dicho a Heathcliff, pero cuando ella estaba tranquila, aquel cambio le daba una belleza irreal. El fulgor de sus ojos había dado paso a una suave y soñadora melancolía. Ya no daban la impresión de que miraban los objetos de su alrededor, parecía que miraban más allá, mucho más allá, se diría que ya fuera de este mundo. Entonces la palidez de su rostro —el aspecto macilento había desaparecido al llenársele un poco— y la peculiar expresión producida por su estado mental, aunque penosamente sugería sus causas, añadido al tierno interés que despertaba, invariablemente en mí, ya lo sé, y en cualquier persona que la veía, contradecía pruebas más tangibles de su convalecencia e imprimía en ella el sello de la muerte.
Un libro estaba abierto en el antepecho de la ventana ante ella, el apenas perceptible viento movía sus hojas a intervalos. Supongo que Linton lo había dejado allí, porque ella nunca procuraba distraerse leyendo, o con cualquier otra ocupación, y su marido pasaba horas enteras tratando de atraer su atención hacia cosas que antes la habían divertido. Ella era consciente de su intención, y en los momentos de mejor humor soportaba sus esfuerzos plácidamente, sólo mostraba su inutilidad de vez en cuando, reprimiendo un fatigado suspiro, deteniéndole al fin con los besos y sonrisas más tristes. Otras veces se volvía enojada y escondía la cara entre las manos, y aún le empujaba con enfado, entonces él cuidaba de dejarla sola, porque estaba seguro de que no le hacía bien.
Las campanas de la capilla de Gimmerton todavía estaban sonando, y el pleno suave fluir del arroyo en el valle llegaba consolador a su oído. Era un dulce sustituto del todavía ausente murmullo del follaje veraniego, que ahogaba esta música en la Granja cuando los árboles tenían hojas. En Cumbres Borrascosas siempre sonaba en días plácidos, siguiendo a los grandes deshielos o a la estación de la lluvia pertinaz, y en Cumbres Borrascosas estaba Catalina pensando mientras escuchaba, si es que pensaba y si es que escuchaba, pues tenía esa mirada vaga y distante que antes he mencionado y que no expresaba reconocimiento de nada material ni por el oído ni por la vista.
—Hay una carta para usted, señora Linton —dije, poniéndola suavemente en la mano que descansaba en su rodilla—. Tiene usted que leerla enseguida porque requiere contestación. ¿Rompo el sello?
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Cumbres borrascosas
ClassicsLa poderosa y hosca figura de Heathcliff domina Cumbres Borrascosas, novela apasionada y tempestuosa cuya sensibilidad se adelantó a su tiempo. Con el trasfondo de la historia familiar de los Earnshaw y los Linton, la obra narra la vida de dos gene...