Durante varios días después de aquella noche, Heathcliff evitaba encontrarse con nosotros en la mesa, pero no quería excluir formalmente a Hareton y a Cati. Le repugnaba ceder a sus sentimientos de una manera tan total, prefería ausentarse él: comer una vez cada veinticuatro horas ya era, por lo visto, bastante sustento.
Una noche, después que todos estábamos en la cama, le oí bajar y salir por la puerta principal; no le oí volver, y a la mañana siguiente vi que aún estaba fuera.
Estábamos en el mes de abril entonces: el tiempo era suave y templado, la hierba estaba tan verde como los chaparrones y el sol, alternándose, podían ponerla, y los dos manzanos enanos junto a la tapia del sur, en plena flor.
Después de desayunar, Catalina insistió en que sacara una silla y me sentara con mi labor bajo los abetos, en el extremo de la casa, y convenció a Hareton, que estaba del todo repuesto de su accidente, de que cavara y arreglara su jardincito, que había trasladado a aquel rincón a causa de las quejas de José.
Yo estaba disfrutando tranquilamente de la fragancia primaveral del ambiente, y del hermoso y suave azul que nos cubría, cuando Cati, que se había llegado hasta la verja a coger algunas raíces de prímulas para un macizo, volvió sólo con unas pocas, y nos informó de que el señor Heathcliff venía.
—Y me ha hablado —añadió asombrada.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Hareton.
—Me ha dicho que me marchara lo más deprisa posible. Pero tiene un aspecto tan distinto del suyo normal que me paré un momento a mirarle.
—¿Cómo está? —insistió el chico.
—Pues casi radiante y alegre. No, nada de casi, muy excitado, extraño y contento.
—Entonces los paseos nocturnos le divierten —observé aparentando indiferencia. En realidad estaba tan sorprendida como ella y ansiosa de comprobar la verdad de esta afirmación, porque ver al amo alegre no era un espectáculo de todos los días. Inventé una excusa para entrar.
Heathcliff estaba de pie en la puerta abierta, pálido y temblando, con un extraño brillo en los ojos que le cambiaba su fisonomía.
—¿Quiere desayunar? —dije—. Debe de tener hambre después de andar por ahí toda la noche.
Quería saber dónde había estado, pero no me atreví a preguntárselo directamente.
—No, no tengo hambre —contestó, volviendo la cabeza y hablando con cierto desdén, como si imaginara que yo quería adivinar la causa de su buen humor.
Me quedé indecisa, no sabía si era una buena oportunidad para amonestarle un poco, o no.
—No creo que sea bueno andar al aire libre en lugar de estar en la cama; no es prudente, por lo menos, en esta estación húmeda, apostaría a que va usted a coger un fuerte catarro o unas calenturas... y algo tiene usted ya encima.
—Nada que no pueda soportar, y aun con gusto, con tal de que me dejes solo. Entra ya y no me fastidies.
Obedecí y, al pasar, noté que su respiración era tan acelerada como la de un gato.
—Sí —reflexioné para mí—; vamos a tener un brote de enfermedad. No puedo comprender qué es lo que ha estado haciendo.
Aquel mediodía se sentó a comer con nosotros y recibió de mi mano un plato bien lleno, como si quisiera compensar su ayuno anterior.
—No tengo catarro ni fiebre, Neli —observó, aludiendo a mis palabras de la mañana—, y estoy dispuesto a hacer honor a la comida que me das.
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Cumbres borrascosas
ClassicsLa poderosa y hosca figura de Heathcliff domina Cumbres Borrascosas, novela apasionada y tempestuosa cuya sensibilidad se adelantó a su tiempo. Con el trasfondo de la historia familiar de los Earnshaw y los Linton, la obra narra la vida de dos gene...