¡Qué veletas locas somos! Yo, que había decidido mantenerme independiente de todo trato social, y que daba gracias a las estrellas porque al fin había apeado en un lugar casi inaccesible, yo, pobre diablo, después de luchar hasta el atardecer con el aburrimiento y la soledad, me vi obligado a arriar bandera, y, bajo pretexto de informarme de las necesidades de la instalación, rogué a la señora Dean, cuando me trajo la cena, que se sentase mientras yo comía, con la sincera esperanza de que demostrara ser una buena chismosa y que, o bien me animara, o bien me adormeciera con su charla.
—Usted ha vivido aquí bastante tiempo —empecé—. ¿No me dijo dieciséis años?
—Dieciocho, señor; vine cuando la señora se casó, para servirla, una vez muerta, el señor me retuvo como ama de llaves.
—Bien.
Aquí siguió una pausa. Me temí que no fuera chismosa, a no ser que lo fuera para sus propios asuntos, los que a mí apenas podían interesarme. Sin embargo, después de reflexionar un rato, con un puño en cada rodilla y una sombra de reflexión en el semblante, dijo:
—¡Los tiempos han cambiado mucho desde entonces!
—Sí —observé—, supongo que habrá visto usted muchos cambios.
—Sí, y también muchas desgracias.
«Llevaré la conversación hacia la familia de mi casero» —pensé para mí. ¡Buen tema para empezar! Me gustaría conocer la historia de esa bonita joven viuda: si es natural del país, o, como es lo más probable, una exótica, que aquellos hoscos indígenas no quieren reconocer como de los suyos. Con esa intención pregunté a la señora Dean por qué Heathcliff alquilaba la Granja de los Tordos y prefería vivir en una situación y una vivienda tan inferiores.
—¿No es bastante rico como para mantener la finca en buen estado?
—¿Rico, señor? —replicó—. Nadie sabe el dinero que tiene, y lo aumenta cada año. Sí, sí, es lo bastante rico como para vivir en una casa mejor, pero él es... tacaño, y si hubiera pensado pasar a la Granja de los Tordos, tan pronto como hubiera oído hablar de un buen inquilino, no hubiera consentido perder la oportunidad de ganar unos pocos cientos. ¡Es extraño que la gente sea tan avariciosa cuando se está solo en el mundo!
—Parece que tuvo un hijo...
—Sí, tuvo uno, pero se murió.
—Y aquella joven, la señora, ¿es su viuda?
—Sí.
—¿De dónde es?
—¿Cómo, señor? Es la hija de mi difunto amo. Catalina Linton es su nombre de soltera. Yo la crié. ¡Pobre criatura! Yo hubiera querido que el señor Heathcliff se hubiera trasladado aquí, así hubiéramos estado juntas de nuevo.
—¡Qué! ¿Catalina Linton? —exclamé asombrado, pero un minuto de reflexión me convenció de que no era mi fantasmal Catalina—. Entonces —continué—, ¿el nombre de mi predecesor es Linton?
—Sí, señor.
—¿Y quién es ese Earnshaw, Hareton Earnshaw, que vive con el señor Heathcliff? ¿Son parientes?
—No, él es sobrino de la difunta señora Linton.
—¿Primo de la joven, entonces?
—Sí, y su marido también era primo suyo: uno por parte de madre, el otro por parte de padre. Heathcliff se casó con la hermana del señor Linton.
—He visto que la casa de Cumbres Borrascosas tiene grabado en la puerta principal «Earnshaw». ¿Es una familia antigua?
—Muy antigua, sí señor, y Hareton es el último de ellos, así como nuestra señorita Catalina lo es de los nuestros, quiero decir, de los Linton. ¿Ha estado usted en Cumbres Borrascosas? Perdone la pregunta, pero me gustaría saber cómo está.
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Cumbres borrascosas
ClásicosLa poderosa y hosca figura de Heathcliff domina Cumbres Borrascosas, novela apasionada y tempestuosa cuya sensibilidad se adelantó a su tiempo. Con el trasfondo de la historia familiar de los Earnshaw y los Linton, la obra narra la vida de dos gene...