CAPÍTULO XXVII

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Siete días pasaron; cada uno dejó su huella en la desde entonces alterada salud de Edgar Linton. Los estragos que antes los meses habían ido causando eran ahora emulados por la usurpación de las horas.

Hubiéramos querido engañar a Catalina, pero su vivaz espíritu se negó a que se le engañara. Adivinaba ésta, en secreto, y meditaba en la terrible probabilidad que gradualmente se convertía en certeza.

No tuvo valor Catalina de mencionar su paseo cuando llegó el jueves. Yo lo mencioné por ella y obtuve permiso para disponer su excursión. La biblioteca, en donde su padre pasaba un rato diariamente —el muy breve que podía estar levantado— y su alcoba, se habían convertido en el mundo entero de su hija. Le molestaba dejar de estar un momento inclinada sobre la almohada de su padre o sentada a su lado. El rostro de la niña estaba pálido de tanto velar y sufrir; mi amo con gusto la despidió a lo que él gustaba de suponer que sería un feliz cambio de escena y compañía, sacando consuelo de la esperanza de que ahora no se iba a quedar sola después de su muerte. Tenía una idea fija —lo supe por varias observaciones que se le escaparon—, puesto que su sobrino se le parecía físicamente, se le parecería también su espíritu, porque las cartas de Linton tenían pocas o ninguna muestra de su deficiente carácter. Y yo —por una perdonable debilidad— me abstuve de corregir este error, preguntándome a mi misma qué beneficio conseguiría perturbando sus últimos momentos con informaciones que él no tenía ni poder ni oportunidad de remediar.

Demoramos nuestra excursión hasta la tarde; una dorada tarde de agosto. Cada ráfaga que venía de las colinas estaba tan llena de vida, que parecía que quien la respirara, aunque se estuviera muriendo, podría revivir. La cara de Catalina era como el paisaje: sombras y claros pasaban por ella en rápida sucesión, pero las sombras se quedaban más tiempo, el sol era más fugaz, y su pequeño corazón se reprendía a sí mismo aun por este pasajero olvido de sus cuidados.

Vimos a Linton esperando en el mismo sitio que había elegido la vez anterior. Mi niña se apeó y me dijo que, como estaba resuelta a estar muy poco rato, sujetara su jaca y me quedara montada. Pero me negué, no quería perder de vista ni un minuto lo que se me había encomendado, así subimos juntas la cuesta de los brezos.

Linton nos recibió más animado esta ocasión, aunque no era animación de entusiasmo, ni de alegría, más bien de temor.

—¡Es tarde! —dijo, entrecortadamente y con dificultad—. ¿No está tu padre muy enfermo? Pensé que no vendrías.

—¿Por qué no eres sincero? —dijo Catalina, tragándose su saludo—. ¿Por qué no me dices de una vez que no me necesitas? Es curioso, Linton, que por segunda vez me hayas hecho venir con la intención, por lo que parece, de molestarnos mutuamente y por ninguna razón más.

Linton la miraba temblando, medio suplicante, medio avergonzado, pero la paciencia de su prima no era la suficiente para soportar tan enigmática conducta.

—Sí, mi padre está muy enfermo, ¿por qué he sido arrancada de la cabecera de su lecho? ¿Por qué no me liberaste de esta promesa y quisiste que la mantuviera? Vamos, necesito una explicación. Juegos y bobadas están del todo borrados de mi mente, y ahora no puedo danzar para complacer tus melindres.

—¿Mis melindres? ¿Cuáles son? Por los cielos, Catalina, no te enfades así. Despréciame tanto como te plazca: soy un ser indigno y cobarde, nunca seré bastante desdeñado, pero soy demasiado poca cosa para tu ira. Odia a mi padre y guarda tu desprecio para mí.

—¡Tonterías! —dijo Catalina fuera de sí—. ¡Chico tonto y estúpido! Y tiembla como si yo le fuera a pegar. No tienes que implorar desprecio, Linton, cualquiera lo pondrá espontáneamente a tu servicio. ¡Suelta! Me vuelvo a casa, es insensato arrancarte del rincón de la chimenea para aparentar... ¿qué es lo que aparentamos? ¡Suelta mi vestido! Si yo te compadeciera por tus llantos y tu terror, tú deberías menospreciar tal compasión. Elena, dile lo humillante que es su conducta. Levántate, y no te degrades hasta ser un abyecto reptil. ¿Me oyes?

Cumbres borrascosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora