Ayer hacía un día despejado, tranquilo y frío. Fui a las Cumbres como me había propuesto. Mi ama de llaves me rogó que llevara a su señora una nota de su parte, y no me negué, porque la buena mujer no creía que hubiera nada de extraño en su petición.
La puerta principal estaba abierta, pero la recelosa verja cerrada, como en mi última visita. Llamé y requerí la ayuda de Earnshaw, que estaba por los parterres del jardín. Quitó la cadena y entré. El chico es un rústico tan guapo como el que más, me fijé mucho en él esta vez, pero parece que hace todo lo posible para no sacar ventaja de sus cualidades.
Pregunté si el señor Heathcliff estaba en casa, me dijo que no, pero que estaría a la hora de comer. Eran las once y le comuniqué mi intención de entrar y esperarle, a lo que soltó las herramientas y me acompañó; a manera de perro guardián, no en sustitución del amo de la casa.
Entramos juntos. Catalina estaba allí, haciéndose útil preparando unas verduras para la próxima comida. Parecía más huraña y menos animada que la última vez que la vi. Apenas levantó los ojos para mirarme y continuó su trabajo con el mismo desdén para las fórmulas corrientes de cortesía que antes: sin corresponder en absoluto a mi saludo, ni a mis «buenos días».
—No parece tan amable —pensé— como la señora Dean quiere hacerme creer. Es una belleza, es cierto, pero no un ángel.
Earnshaw le mandó con grosería que se llevara sus cosas a la cocina.
—Llévalas tú —dijo, apartándolas de sí en cuanto terminó y, retirándose a un taburete junto a la ventana, se puso a grabar figuras de pájaros y otros animales en las mondas de nabo que tenía en su falda.
Me acerqué como si quisiera mirar el jardín y, a mi parecer con habilidad, dejé caer la nota de la señora Dean sobre sus rodillas sin que Hareton se diera cuenta, pero ella preguntó en voz alta:
—¿Qué es esto? —y lo tiró.
—Una carta de una vieja amiga, el ama de llaves de la Granja —contesté, molesto de que descubriera mi buena acción y temeroso de que se imaginaran que la carta era mía.
Catalina la hubiera cogido de buena gana ante esta información, pero Hareton se le adelantó, la cogió y se la puso en el bolsillo del chaleco, diciendo que el señor Heathcliff tenía que leerla primero. Ella volvió entonces el rostro y furtivamente sacó un pañuelo y se lo llevó a los ojos; su primo, después de luchar un rato para dominar sus buenos sentimientos, sacó la carta y la tiró al suelo junto a ella con tanto desprecio como pudo. Catalina la cogió y la leyó con ansia, luego me hizo algunas preguntas referentes a los habitantes —racionales e irracionales— de su antiguo hogar, y mirando hacia las colinas, murmuró en un soliloquio:
—¡Cómo me gustaría ir allí montada en Mini! ¡Cuánto me gustaría trepar por allí! Estoy cansada, estoy aburrida, Hareton —y apoyó su delicada cabeza contra el antepecho de la ventana y, con un medio bostezo y un medio suspiro, se sumió en una especie de ensimismada tristeza, sin importarle, o sin saber, si la observábamos o no.
—Señora Heathcliff —dije, después de estar sentado un tiempo en silencio—. ¿Sabe usted que yo la conozco tan íntimamente que me parece raro que no venga usted a hablarme? Mi ama de llaves no se cansa de hablar de usted y de alabarla y tendrá un gran desencanto si vuelvo sin noticias suyas, excepto que ha recibido su carta y que no ha dicho nada.
Pareció sorprendida por estas palabras y preguntó:
—¿Le quiere a usted Elena?
—Sí, mucho —contesté vacilante.
—Dígale —continuó— que contestaría a su carta, pero no tengo con qué escribir, ni siquiera un libro para poder arrancar una hoja.
—¿Ningún libro? ¿Cómo puede usted arreglarse para vivir aquí sin libros, si me permite que se lo pregunte? Aun teniendo una buena biblioteca, a menudo estoy triste en la Granja, si se me llevaran los libros me desesperaría.
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Cumbres borrascosas
ClassicsLa poderosa y hosca figura de Heathcliff domina Cumbres Borrascosas, novela apasionada y tempestuosa cuya sensibilidad se adelantó a su tiempo. Con el trasfondo de la historia familiar de los Earnshaw y los Linton, la obra narra la vida de dos gene...