Un espléndido día de junio por la mañana nació un hermoso niño, el primero que yo iba a criar y el último de la vieja estirpe de los Earnshaw. Estábamos ocupados con el heno en el otro extremo del campo, cuando la chica que acostumbraba a traernos el desayuno vino corriendo una hora o así más temprano, a través del campo y vereda arriba, llamándome mientras corría:
—¡Qué niño más precioso! —dijo sin aliento—. El niño más bonito que yo nunca vi. Pero el doctor dice que la señora se va, dice que ha estado tuberculosa todos estos meses. Yo oí que se lo decía al señor Earnshaw, y ahora no hay nada que la cure, morirá antes del invierno. Tiene que venir usted corriendo a casa. Tiene usted que criarle, Neli, alimentarle con azúcar y leche y cuidarle día y noche. Yo quisiera ser usted, porque será todo suyo cuando no esté la señora.
—¿Pero está muy enferma? —pregunté, soltando el rastrillo y atándome la cofia.
—Supongo que sí, sin embargo está muy animada y habla como si pensara vivir para verlo hecho un hombre. Está fuera de sí de alegría, ¡es tan precioso! Si yo fuera ella de seguro que no me moriría. Me pondría mejor sólo de mirarle, a pesar de Kenneth. Casi me volví loca al verle. La señora Archer trajo el querubín al amo que estaba en la casa; su cara empezaba a iluminarse cuando el viejo gruñón se adelantó y le dijo: «Earnshaw, es una bendición que su mujer haya durado para dejarle a usted este niño. Cuando ella vino estaba convencido de que no duraría mucho, y ahora tengo que decirle que el invierno probablemente acabará con ella. No se apure, ni se lamente demasiado, no tiene remedio. Además debía haberlo pensado mejor al escoger una muchacha tan delicada.»
—¿Qué le contestó el amo? —pregunté.
—Creo que una maldición, pero no me fijé en él, yo me esforzaba por ver al niño.
Empezó de nuevo a describirlo embelesada. Tan excitada como ella, corrí ansiosa a casa para admirarle por mi cuenta, aunque sentía lo de Hindley. En su corazón no había sitio más que para dos ídolos: su mujer y él mismo, amaba a los dos, pero adoraba a uno, por eso no podía concebir cómo iba a soportar su pérdida.
Cuando llegamos a Cumbres Borrascosas allí estaba él, en la puerta principal y, al entrar, le pregunté cómo estaba el niño.
—A punto de echar a correr, Nel —replicó con alegre sonrisa.
—¿Y la señora? —me aventuré a preguntar—. El doctor dice que...
—¡Maldito doctor! —interrumpió sonrojándose—. Francisca está muy bien. Estará bien del todo la semana próxima. ¿Vas arriba? Dile que iré si promete no decir una palabra, la dejé porque no paraba de hablar, y no debe, dile que el doctor Kenneth dice que tiene que estar callada.
Transmití su mensaje a la señora, que tenía un aire retozón, y replicó alegre:
—Apenas dije una palabra, Elena, y mira, ha salido dos veces llorando. Bien, dile que prometo no hablar, pero esto no me obliga a no reírme de él.
¡Pobre! Hasta una semana antes de morir, aquel alegre corazón nunca falló, y su marido, obstinado, aún más, furioso, insistía en afirmar que su salud mejoraba de día en día. Cuando Kenneth le advirtió que las medicinas eran inútiles en ese estado de la enfermedad y que él no quería ocasionarle más gastos por atenderla, replicó:
—Ya lo sé, usted no hace falta, ella está bien, no necesita que usted la atienda. No estuvo nunca tuberculosa. Era una fiebre que ha desaparecido, su pulso está tan lento como el mío ahora, y sus mejillas frescas.
Le contó a su mujer la misma historia, y ella parecía creerle, pero una noche cuando estaba apoyada en su hombro, en el momento de decirle que pensaba que podría levantarse al día siguiente, le dio un ligero ataque de tos. Él la levantó en los brazos, ella se puso las dos manos en el cuello y se demudó su rostro; había muerto.
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Cumbres borrascosas
KlasikLa poderosa y hosca figura de Heathcliff domina Cumbres Borrascosas, novela apasionada y tempestuosa cuya sensibilidad se adelantó a su tiempo. Con el trasfondo de la historia familiar de los Earnshaw y los Linton, la obra narra la vida de dos gene...