CAPÍTULO X

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¡Hermosa introducción para la vida de un ermitaño! Cuatro semanas de tormento, de dar vueltas en la cama y de enfermedad. ¡Estos vientos helados, crudos cielos del norte, caminos impracticables y lentos médicos rurales! Y esta escasez de rostros humanos y, lo peor de todo, esta terrible advertencia de Kenneth de que no espere salir de casa hasta la primavera.

El señor Heathcliff acaba de honrarme con una visita. Hace unos siete días me mandó un par de perdices, las últimas de la temporada. ¡Ah, bribón! No es él del todo inocente de esta enfermedad mía, y tenía muchas ganas de decírselo. Pero cómo iba a ofender a un hombre que ha sido tan caritativo como para estar sentado junto a mi cama durante una hora, hablando de cosas que no eran píldoras y pócimas, ventosas y sanguijuelas. Ha sido un agradable entreacto. Estoy demasiado débil para leer, sin embargo me siento en condiciones de disfrutar de algo interesante ¿Por qué no?, que venga la señora Dean a terminar su historia. Puedo recordar los incidentes principales hasta el punto que llegó. Sí, recuerdo que el héroe había huido y nada se supo de él durante tres años, y que la heroína se casó. La llamaré; estará encantada de verme conversar alegremente. La señora Dean vino en efecto.

—Aún faltan veinte minutos, señor, para tomar la medicina —comenzó.

—¡Al diablo con ella! —repliqué—; lo que quería...

—El doctor dice que debe usted dejar de tomar los polvos.

—Encantado, pero no me interrumpa. Venga y siéntese aquí. No ponga usted las manos en ese ejército de frascos. Saque su calceta de la bolsa, así está bien. Ahora continúe la historia del señor Heathcliff, desde donde la dejó hasta el día de hoy. ¿Terminó su educación en el Continente y volvió hecho un caballero, o obtuvo un puesto de sizar en la universidad, o huyó a América y ganó honores chupando la sangre de su patria adoptiva, o hizo más rápida fortuna por los caminos reales de Inglaterra?

—Acaso haya hecho algo de todas estas profesiones, señor Lockwood, pero no puedo asegurarle nada. Ya le dije antes que no sabía cómo había ganado su dinero, ni sé de qué medios se valió para elevarse de la absoluta ignorancia en la que estaba hundido. Pero, con su permiso, continuaré a mi manera, si le parece que le va a divertir y no le va a cansar. ¿Se encuentra usted mejor esta mañana?

—Mucho mejor.

—Eso es una buena noticia.

—La señorita Catalina y yo nos trasladamos a la Granja de los Tordos, dándome la agradable sorpresa de que se portó mejor de lo que me atreví a esperar. Parecía estar enamoradísima del señor Linton, y aun a su hermana le mostraba gran afecto. La verdad es que los dos estaban muy atentos al bienestar de Catalina. No era el espino que se inclinaba hacia la madreselva, sino la madreselva que abrazaba el espino. No había mutuas concesiones: una estaba erguida y los otros cedían, y ¿quién puede ser mala persona, o tener mal genio, cuando no se encuentra ni oposición, ni indiferencia?

Observaba que el señor Linton tenía un arraigado miedo de excitar su mal humor. Lo ocultaba delante de ella, pero si alguna vez me oía contestar con sequedad, o cualquier criado ponía mala cara a alguna de sus órdenes autoritarias, él mostraba su disgusto con un ceño de desagrado que nunca oscurecía su rostro cuando se trataba de él. Muchas veces me habló seriamente por mis insolencias, afirmando que una puñalada no le haría más daño que ver a su mujer enojada.

Para no herir a un amo tan bueno, aprendí a ser menos susceptible y, durante medio año, la pólvora fue tan inofensiva como la arena, porque ningún fuego se acercó a ella para hacerla explotar. Catalina tenía de cuando en cuando épocas de melancolía y silencio, que eran respetadas con comprensión por su marido, quien las achacaba a un cambio en su naturaleza producido por su grave enfermedad, porque ella no había estado sujeta antes a tales depresiones de ánimo. La vuelta de la luz del sol era bien recibida, respondiendo él también con luz del sol.

Cumbres borrascosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora