CAPÍTULO XXII

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Pasó el verano, y el principio del otoño. Era ya después de San Miguel, pero la cosecha fue tardía aquel año y algunos de nuestros campos estaban aún sin segar.

El señor Linton y su hija con frecuencia andaban entre los segadores. El día que se cargaron las últimas gavillas, se quedaron hasta el atardecer, y, como la noche era fría y húmeda, mi amo cogió un fuerte catarro que se le agarró tenazmente en los pulmones y le retuvo en casa todo el invierno, casi sin interrupción.

La pobre Cati, asustada desde sus infantiles amores, estaba considerablemente más triste y taciturna desde que renunció a ellos; su padre insistía en que leyera menos e hiciera más ejercicio. Ella ya no tenía su compañía, y consideré un deber suplir su falta, lo más posible, con la mía; deficiente sustituto, porque mis numerosas ocupaciones diurnas no me permitían más que dos o tres horas para seguir sus pasos, y mi compañía era, obviamente, menos apetecible que la de su padre.

Una tarde de octubre o principios de noviembre, una fresca tarde de lluvia, cuando el césped y los caminos crujían de humedad y hojas marchitas, y el frío cielo azul estaba medio escondido por nubes —oscuras rachas grises que subían rápidamente del oeste y contenían abundante lluvia— pedí a mi joven ama que renunciara a su paseo porque estaba segura de que tendríamos chaparrones. Ella se negó, y yo de mala gana me puse el abrigo y cogí el paraguas para acompañarla a un paseo hasta el final del parque: un paseo ritual que ella generalmente hacía si estaba deprimida, y era, invariablemente cuando el señor Edgar estaba peor que de costumbre, circunstancia no conocida porque él lo confesara, pero que adivinábamos las dos, ella y yo, por su mayor silencio y la melancolía de su rostro.

La niña caminaba triste, no había corridas ni saltos ahora, aunque el viento frío podía muy bien haberla tentado a hacer una carrera. Yo a menudo la miraba de soslayo y veía que levantaba la mano y se quitaba algo de la mejilla. Miré por allí para ver si encontraba medio de apartar sus pensamientos. A un lado del camino se levantaba una alta y áspera ladera, en donde avellanos y robles achaparrados, con sus raíces medio descubiertas, apenas se sostenían, la tierra era demasiado blanda para éstos y los vientos fuertes habían dejado algunos casi horizontales. En verano se divertía la niña en trepar por esos troncos, se sentaba en las ramas y se mecía veinte pies por encima del suelo, y yo, contenta por su agilidad y su ligero e infantil espíritu, consideraba oportuno reñirla cada vez que la veía en tal elevada situación, de manera que ella se daba cuenta que no era necesario bajar. Desde la comida hasta el té ella podía estar en su cuna mecida por la brisa sin hacer nada, sólo cantando viejas canciones —de mi repertorio— u observar a sus vecinos los pájaros alimentar a sus pequeños o incitarles a volar, o acurrucada con los párpados cerrados medio pensando, medio soñando, más feliz de lo que las palabras pueden expresar.

—Mire —exclamé, señalando un hueco de las raíces de un árbol retorcido—. El invierno todavía no ha llegado. Allí hay una florecita, allí lejos, el último capullo de la multitud de campanillas que cubrían esos bancos de hierba en julio como una neblina morada, ¿quiere usted trepar y cogerla para enseñársela a su papá?

Cati miró un largo rato a la solitaria flor que temblaba en su cobijo de tierra y dijo al fin:

—No, no la voy a tocar. Qué melancólica está, ¿no es cierto, Elena?

—Sí, casi tan exánime y tan débil como usted, sus mejillas están sin sangre, cojámonos de las manos y corramos. Está tan floja que me atrevo a decir que yo iré al mismo paso que usted.

—No —dijo, y continuó andando lentamente, parándose, a ratos, para meditar sobre un puñado de musgo, o una mata de hierba descolorida, o un hongo que extendía su brillante color naranja entre montones de pardo follaje y de cuando en cuando su mano se iba hacia su rostro, que apartaba.

Cumbres borrascosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora