El retiro del comandante Ríos

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I

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I

El comandante Ríos llevaba varios minutos observando fijamente el farol de la calle Cruzadas. No desvió la vista ni siquiera cuando la luz comenzó a parpadear; pensaba en lo frágil que puede ser la vida de un policía, cómo puede terminar en un chasquido.

Cuando captó la intermitencia del farol y poco después vio que se extendía progresivamente hacia el resto de las casas, supo que nada estaría bien. Entonces recibió un aviso por el intercomunicador: "Comisaría de Policía a Comandante Ríos. Se están reportando distintos casos de agresiones en varias zonas de Valle Negro. Pasen a la Comisaría a recoger su equipo y prepárense para acudir".

En casi completa oscuridad, el comandante se quedó atónito, con un sudor frío que recorría su frente. No sabía cómo actuar. A sus 61 años, a muy poco de retirarse, perdió práctica en combatir a las presencias extrañas. Y él sabía que se trataba de eso.

Su escuadra salió de la cafetería a toda prisa, y sin que él dijera nada se montaron a la patrulla y supieron que irían en dirección a la comisaría. Ahí guardaban todas las armas, las municiones y el equipo de protección. Sin eso, estarían perdidos.

Recorrieron a toda velocidad las calles que separaban la cafetería de la pequeña comisaría. Todos iban callados, a diferencia de cuando iban rumbo a la cafetería, que no podían dejar de hablar y comenzaban a desesperar al comandante. En ese momento, él hubiera deseado que siguieran hablando.

Llegaron a la comisaría y estacionaron la patrulla por la parte de atrás. Salieron todos muy silenciosos, con movimientos suaves, y se pararon en fila. El ambiente estaba muy tranquilo, pero hacía mucho viento. Los árboles se precipitaban unos sobre otros como péndulos, bajo una noche espectral que enmarcaba todo como en un aura de misterio. Se enfilaron los cuatro policías detrás del comandante, que abrió la puerta trasera muy despacio, produciendo apenas un leve chirrido.

Entró casi de puntillas. La oscuridad era absoluta dentro. Eso era un mal augurio. No se podía ver a más de un metro de distancia. Con una seña de mano, su escuadra lo siguió también con cautela. Al llegar al pasillo principal, el comandante concluyó que la comisaría se había vaciado repentinamente. Vio que en la recepción el intercomunicador seguía encendido. Pensó que la mejor estrategia era que se separaran, y que cada uno cubriera un pasillo diferente. Dio la señal, aclarando que si descubrían algo sospechoso, alertaran a los demás en seguida. Así, cada policía tomó un camino diferente y el viejo agente se perdió envuelto en la oscuridad.

II

Se sentía solo. Caminando por su cuenta en el pasillo, sin nadie que le cubriera la espalda, el comandante Ríos se sentía desprotegido. Como si cualquier cosa pudiera aparecer de repente y atacarlo sin que él pudiera reaccionar. Siguió avanzando, indeciso, por la oscuridad reinante de la comisaría. Iba tembloroso, con el sudor que escurría y mojaba su uniforme desgastado. Se sintió doblemente mal por la cobardía y el miedo paralizante que engendraba bajo esa apariencia de policía veterano y experto.

Llegó a la puerta de la sala de municiones después de unos segundos que le parecieron eternos. Pegó primero la oreja a la superficie de la puerta, con la intención de ver si se encontraba alguien del otro lado. Se concentró para escuchar detenidamente, pero sólo sintió las pulsaciones de sus latidos en el oído. Entonces se separó y giró la manilla de la puerta.

Abrió despacio, con la incertidumbre de quien no sabe lo que encontrará del otro lado de la puerta. Cuando tuvo plena visión de la habitación, se quedó pálido por ver la espalda de un agente sentado en el banco frente a él, con una escopeta entre sus manos, limpiándola con esmero como si se tratara de un trofeo. Su chaqueta leía: Policía Estatal. Por un segundo, al comandante le pareció curioso y terrorífico a la vez; le recordaba mucho a un capítulo de alguna novela de Alberto Rivera, en la que sucedía algo muy similar. Incluso la policía de sus novelas siempre representaba al cuerpo estatal. El agente misterioso se levantó, dejó ver su tremenda altura y complexión e hizo al comandante olvidar lo que estaba pensando. Se dio la vuelta y quedó cara a cara con él.

No pudo creer lo que estaba viendo. Estaba paralizado. Lo primero que pensó fue que su cabeza le estaba jugando una broma. Ante el comandante se encontraba su antiguo compañero de servicio, el agente López. Había muerto en combate diez años atrás, pero ahora estaba ahí ante él, con unos ojos que no parecían los suyos. El comandante Ríos vio que una sonrisa maligna se formaba en su rostro, y se quedó inmóvil mientras el fantasmagórico agente López levantaba lentamente su escopeta para apuntar a su cabeza.

III

Su grito resonó en cada rincón de la comisaría. Instantes después, los otros cuatro miembros de su escuadra corrieron en dirección de donde provenía. Cuando llegaron al pasillo donde se hallaba el cuarto de armas, vieron al comandante de rodillas, cubierto detrás de una maceta, blanco de pánico y horrorizado, preparándose para disparar con su

revólver hacia el otro lado de la oscuridad. Les gritó a todos que se dispusieran a devolver el fuego, y se escuchó el retumbar de muchos pasos dentro de la comisaría. La escuadrilla del Comandante Ríos no estaba sola; había otra dentro, una que no existía, conformada por policías que habían muerto en servicio y encabezada por un agente que parecía haber vuelto de la muerte: el teniente López.

Las dos escuadras se confrontaron en un arduo combate que no cedía. Las balas cruzaron pasillos, destruyeron vidrios, perforaron puertas y atravesaron cuerpos. Al final, la comisaría quedó intacta por fuera pero arrasada por dentro. En el exterior nunca se escuchó nada, mas que el rumor del viento. Nadie se habría enterado que dentro hubo una guerra aunque hubiese pasado por las inmediaciones del lugar.

Al día siguiente, cuando el agente local Portillo entró a la comisaría comiendo una dona y bebiendo café, no se imaginó el desastre que iba a encontrar. Cuando vio el primer cuerpo, perteneciente a un miembro de la escuadra del Comandante Ríos, estuvo a punto de desmayarse. Horas después, llegaron los reporteros y los miembros de la unidad forense. Se hallaron cuatro cuerpos; todos pertenecientes a la misma cuadrilla. No hubo rastro del comandante Ríos.

Sin RemitenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora