El norte

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—El norte, una tierra cubierta por la nieve con montañas tan altas que llegan hasta los cielos y antiguas fortalezas que guardan la última frontera conocida por el hombre. Más allá de estas solo se encuentran interminables bosques y un invierno aún más crudo.

—¿Y más lejos de los bosques? — El niño preguntó con ojos expectantes mientras se acurrucaba en su cama intentando resguardarse del frío que emanaban las paredes de piedra.

—Si ya sabes la historia de memoria... — Su madre leía un viejo libro con pocas pero gruesas paginas manchadas de marrón.

—Pero a mí me gusta como la cuentas, en especial la parte en la que.... Aahgg. — Antes de que pudiese terminar un terrible dolor de cabeza lo golpea. No lo sorprende, no es la primera vez que le ocurre, desde que tiene memoria vivió con constantes ataques. Sin importar los doctores que lo vieran ellos no podían encontrar la causa o cura.

Con el tiempo se volvió costumbre y a nadie de la familia le importo lo que le sucediese, a excepción de su madre y hermana. Simplemente se transformó en otro niño enfermo sin posibilidad de heredar la posición de cabeza de la familia o contribuir en algo.

Él no fue el único que sufrió. La reputación de su madre cayó de forma irrecuperable al dar a luz a otro descendiente enfermo, su hermana, quien con el pasar de los años se debilitaba cada vez más y ahora con ocho años le costaba mantenerse de pie. Los rumores se extendieron y ahora la llamaban la "mujer maldita".

—Tranquilo Ezer... tranquilo... cierra los ojos y no pienses en el dolor. — Ella acariciaba su cabeza mientras susurraba un cantico de un poema cuyo autor fue olvidado con los años.

—Madre... Duele, duele mucho. — No era solo el dolor, también el tormento de vivir con ataques toda su vida y no saber en qué momento puede ocurrir.

—Cuéntame que ves.

—No lo sé, siempre está borroso... castillos tan altos que parecen llegar hasta las nubes... docenas, docenas uno al lado del otro... Personas, cientos de ellas... — De vez en cuando extrañas visiones vienen acompañadas de los dolores de cabeza.

—Lo que ves tal vez sea un designio de los dioses, o tal vez una de tus vidas pasadas. — Su madre susurraba lentamente intentando que concilie el sueño.

—¿Vidas pasadas?

—Si, sabes, tu madre se encontró una vez con un hombre que se hacía llamar monje. Venía de muy lejos a encontrar inspiración y él me conto de su religión, una muy extraña, en la cual las personas que morían eran rencarnadas en animales o plantas, y si hicieron el bien en su pasado, tal vez podrían rencarnar en una persona de nuevo.

—¿Rencarnar? ¡Sus almas no eran encomendadas a Madre Niva? — Ezer comenzaba a entusiasmarse más con la historia haciendo que su madre sonría forzadamente quien intentaba lograr lo contrario.

—Existen reinos con creencias completamente diferentes a las nuestras, reinos muy lejanos en el sur... Pero esa es una historia para otro día, ahora deberías dormir ya que paso tu dolor.

—Está bien. — Un poco reluctante Ezer cierra los ojos mientras su madre apaga las velas y se marchaba del cuarto.

"Sus dolores son cada vez más frecuentes y mi hija Elira cada vez más débil... Empiezo a preguntarme si no seré yo la culpable, quizá si este maldita..." Pequeñas arrugas en su rostro comenzaban a marcarse debido al constante estrés. Ahora su bello rostro reconocido por todos comenzaba a decaer y Laira, la concubina del Lord, se amargaba en sus pensamientos mientras avanzaba por los pasillos oscuros iluminado únicamente por la lampara que portaba.

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Fuera del castillo los vientos y la nieve disminuían la temperatura muy por debajo del punto en el cual las aguas se congelaban. Los dos soldados que resguardaban la puerta principal se agachaban intentando absorber algo del calor que una fogata les brindaba, rodeada de piedras para evitar que los fuertes vientos las extingan.

—Mierda, estos vientos de las montañas del norte son cada vez más fríos.

—No, el invierno siempre es igual de crudo. Lo fue cada año durante los 43 que viví y lo seguirán siendo.

Hace horas que escuchaban el constante y gélido sonido de los vientos en sus orejas, pero algo diferente llamo la atención de uno de ellos.

—¿...Escuchaste eso? Es un carruaje.

—¿¡Que!? ¿¡Quien esta tan loco como para salir en la noche y con esta ventisca!?

—Por los cuatro caballeros que los escoltan y sus banderas... me imagino quien puede ser.

—Oh... si... ese hombre me da escalofríos...

—Apresúrate a informarle al señor.

—Si, estoy en ello.

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Se abrieron las puertas del salón principal, que antaño albergaba grandes festejos por victorias en la guerra o casamientos entre familias. Su tamaño era enorme, no solo el salón, el castillo en si es más grande que los vistos en la capital, solo el palacio real podía rivalizar con este, que fue pensado para ser una fortaleza inexpugnable contra las bestias que habitan más allá de la frontera del hombre. Pero ahora no son más que una pila de rocas negras con agujeros entre sus paredes debido a décadas de guerras sin un mantenimiento posterior.

Los candelabros principales fueron encendidos y todavía se podían ver algunas sirvientas con ojos soñolientos encendiendo velas en las esquinas. Cuatro caballeros, dos de cada lado de una persona avanzaban hacia un trono al final del salón. El hombre que era escoltado tenía una gran altura de unos 1.90 metros, pero una complexión física algo escuálida, su piel y ojos hundidos en manchas oscuras solo servían para crear un aura extraña, y para algunos, aterradora alrededor de él.

—Saludos mi viejo amigo. Creo que fueron... ¿meses o un año? desde que nos vimos frente a frente por última vez. — El hombre saludo sin una pizca de respeto a quien estaba en el trono, tampoco debía mostrarlo ya que él Boron Rolennar Vizconde tenía una posición de más autoridad.

—11 meses para ser exactos, viejo amigo. — Esas palabras salieron de su boca como si a la vez tragara ceniza, en especial al decir la última frase.

—Es una pena que no hayas podido recibirme personalmente a tus puertas.— Si eres visitado por alguien de mayor autoridad, es una muestra de respeto el recibirlos personalmente sin importar si llueva o nieve. Pero estar en su trono era lo único que podía hacer el señor de estas tierras, Leiner Inmerlan, quien hace 3 años al defender el pueblo del valle, a unos kilómetros del castillo, resulto herido en su espalda por un enorme oso. Anunciaron a todos de la valentía de su señor, pero la verdad era otra y el pueblo la rumoraba.

—Es verdad, una pena que mis piernas no funcionen como antaño, pero siento como cada día recupero mis fuerzas. — Leiner frunció el ceño, tocar este tema era un gran tabú y el deshonor siempre lo acompañaba.

—Estoy seguro que sí. Bien, me encantaría sentarme y disfrutar del enorme y lleno de cotosos alimentos por parte de tu familia... pero hoy, no viene a eso. — las sonrisas falsas se terminaron y un ambiente solemne ocupo su lugar.

—¿No hay otra manera? — Unos segundos pasaron hasta que Leiner volvió a hablar.

—No la hay... quiero a tu hijo Ezer. 

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