Gentileza

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El oscuro profesor de pociones soltó la pluma y se reclinó en su silla. Había acabado de corregir los exámenes de cuarto. Entre las respuestas incoherentes y la mala letra de la mayoría que le dificultaban la corrección, le habían hecho acabar antes de tiempo. No se habían esmerado en absoluto. Un simple suspenso y listo.

Observó el reloj e inmediatamente frunció el ceño. Eran las ocho cuarenta y Blake no había aparecido. Aunque, ahora no recordaba haberla visto en la cena. Como se atreviera a no presentarse al castigo, se iba a arrepentir.

Lia caminaba con dificultad, ya que tenía las rodillas bastante resentidas por haber estado dos horas arrodillada. Se miró por vigésima vez las palmas. Las tenía rojas y llenas de pequeñas ampollas. Decidió ir al baño más próximo para remojárselas a ver si se le pasaba un poco la quemazón.

Al entrar, cerró la puerta tras de sí, todo estaba completamente oscuro salvo por la tibia luz de la luna que se filtraba por las ventanas, permitiéndole algo de visión. Se acercó al gran lavamanos circular que se encontraba en el centro de la estancia. Pero antes de abrir el grifo le vino a la mente una escena de cuando era pequeña.

Su madre estaba en la cocina, preparando la cena. Esa noche preparaba su comida favorita, caldo de pollo. La pequeña Liadan de seis años, observaba embelesada como su madre se movía con gracia y elegancia. Cortando ingredientes, lavando y removiendo. ¡Era la mejor cocinera del mundo!

Su madre agarró la olla con las manoplas y la trasladó hasta la otra punta ─Ya está, solo queda dejarlo enfriar un poco y podremos comer ─dijo sonriéndole.

─¡Pero lo quiero ahora! ─se quejó la pequeña hacienda pucheros.

Su madre le revolvió el cabello, liso y rubio ─Lo bueno se hace esperar.

Liadan sonrió enseñando los dientes mellados. Y en ese preciso instante sonó el teléfono, con su ya familiar ring-ring.

La mujer salió de la cocina para coger la llamada. Y Lia se quedó allí, observando la gran olla colocada encima de la nueva y lujosa vitrocerámica que les habían instalado hacía escasas semanas. ¿Qué más daba esperar? ¡Seguro que estaba bueno igual esperase o no! Arrastró una silla de madera hasta el borde del mármol. Se subió ágilmente, apoyando la mano en la encimera para llegar hasta la olla. Pero de repente notó mucho dolor en el dedo pulgar. Soltó un chillido estridente, separando rápidamente la mano de la superficie. Empezó a llorar con fuerza, sintiendo su dedo arder. Su madre apareció corriendo en su ayuda, alterada por no saber que ocurría.

─ ¿¡Que ha pasado!? ─preguntó nerviosa.

─Me he quemado... ─sollozó entre hipidos, enseñándole la mano.

La agarró inmediatamente por la cintura, acercándose a la pica y abriendo el grifo, para acto seguido colocar el dedo de la niña debajo del chorro de agua.

Una vez pasado el susto, y teniendo el dedo untado en pomada y vendado, su madre se arrodilló ante ella para quedar a la misma altura. La agarró de los hombros y la miró fijamente.

Debes tener cuidado Liadan, podrías haberte hecho mucho daño ─Y tras decir eso, la abrazó con fuerza. La niña supo en ese momento que su madre la protegería y la cuidaría siempre, pasara lo que pasara.

Liadan abrió el grifo al máximo y metió las dos manos debajo de chorro. El escozor se calmó al instante, y una gran sensación de alivio la embargó.

Así estuvo un buen rato hasta que no aguantó más y se sentó en un rincón para descansar un poco. Estaba agotada y se moría de hambre. El estómago gruñía con fuerza, como si tuviera a un león encerrado dentro de ella. Estaba segura de que en su vida había tenido tanta hambre.

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