Me quedé mirándola por un largo rato en silencio, mientras veía como lloraba frente a mi hundiéndose en un mar de largos fondos de pena. Me amaba, pero me estaba dejando por otro hombre. Juro que mi concepto hacia el amor se había quebrado en mil pedazos justo en ese momento como se quiebra un vidrio a puñetazos. Me ahogaban las ganas de llorar como un nene frente a ella, pero no, era un pibe de veinti tantos años que por primera vez en su vida le estaban rompiendo el corazón. Tenía más o menos alguna solución para todo en mi vida: desde cómo reaccionar frente a la muerte de un padre hasta cómo reaccionar a un día de lluvia, pero ¿que tenía que hacer ante una situación como ésta? Sentía ganas de morirme o de encerrarme en alguna habitación y golpear las paredes a puño cerrado.
—¿No vas a decir nada?—musito entre sollozos, no la podía mirar, me daba asco mirarla. Sentía que la odiaba tanto que ni siquiera podía responderle con un "No" cortante.
Negué.
—Me voy entonces.
No levante la mirada ni un segundo, me dediqué a mirar el café ya frío dentro de mi taza. Ella no dejaba de llorar y yo no dejaba de pensar, que contradictorio todo ¡antes se pensaba en conjunto!
—Decime que me quedé —suplico.
Seguí fiel a mi silencio, sin darle la cara a la única mujer que había amado en mi vida. No podía. No debía. Ella no lo merecía.
La sentí moverse hacia la salida y mi corazón se apretó contra mi pecho como quien no quiere dejar ir la vida.
—Paula—murmure su nombre y ella se detuvo. Me mordí la lengua apretando los párpados.—Que te vaya bien.
El reloj marcaba con su tic tac el espacio de tiempo/pausa. Yo espalda a ella y ella vaya a saber qué. No dijo nada, ya todo estaba dicho.
Se puede ser completamente frío entre tanto desastre emocional? ¿se puede ignorar el estallido que podía producir el silencio que dejaban unos taco aguja irse por las escaleras hacia la puerta de salida? Me lo pregunto hasta el día de hoy, quince años después mientras fumo un cigarro sentado en la terraza de mi departamento de dos pisos en una de las avenidas principales de Capital Federal. San Juan se sentía muy lejos, tanto que deje todo allá o en el camino hacia estas nuevas tierras. La vida era totalmente diferente, los años, las canas en mi cabello, las arrugas que comenzaban a formarse a las orillas de mis ojos y la sonrisa que ya no era amplia pero era una sonrisa todavía. Aunque ya no había sentimiento para una sonrisa, solo emociones y eso estaba mal. Demasiado mal. Perderse es un camino de ida que pocas veces tiene vuelta.En Buenos Aires las horas iban pasando como agua en un reloj de arena, todo era apresurado, de acá para allá y de allá para acá en menos de dos minutos, el porteño siempre fue un ser lleno de seguridad extremista que a veces colapsaba en egocentrismo "sin querer queriendo"
Mire el reloj que colgaba sobre el sofá dentro de la sala fría y blanca ante mi vista, el fiel enemigo del hombre, el tiempo, marcó las 22:30 con sus pequeñas agujas moviéndose lento esta vez, ni siquiera me llegue a acomodar en una de las dos finas sillas que acto siguiente sonó el timbre. Justo a tiempo, mi nuevo cliente no se hizo esperar en absoluto, siempre se es puntual cuando hay necesidad o interés pensé dándole un corto trago a mi vaso de whisky.
Mi empleada se acercó por la puerta corrediza que daba a la salida de la terraza y tímidamente me miró desde allí.
—Señor, el señor Manrrique ya está acá ¿lo hago pasar o le digo que aguarde en la sala?
—Hacelo pasar por acá.
La mujer asintió y salió de inmediato, a los minutos volvió acompañada de un hombre delgado, alto y de cabello blanco, me gire hacia el Encontrándome con una mirada totalmente perdida o asustada, la verdad es que no supe definirla por completo. Matilda, mi empleada, salió dejándonos solos y cerró la puerta corrediza detrás de ella. Los silencios que vienen después de encontrarse con un cliente, para un abogado penalista, jamás son agradables;Nunca se sabe a quién tenés en frente: un asesino, un violador, un ladrón, un narcotraficante o un estafador. Aunque si por ahí tenés suerte: todo junto.—Buenas noches señor Manrrique—extendí mi mano hacia el hombre poniéndome de pie y trate de dibujar una sonrisa simpática en mis labios.
—Buenas noches doctor, disculpe la demora.—estrecho mi mano, la note demasiado caliente.
—Llegó puntual, no hay drama. Tome asiento—señale una de las cómodas sillas frente a mí y volví a mi lugar.
—Igual, dos minutos tarde doctor, a las 23:30 debería haber estado sentándome frente a usted. Mi papá odiaba las tardanzas.—negó y agacho la mirada. Apretó sus manos y note que clavó sus uñas un poco en ellas.
Trate de pasar por alto esa confesión, así que solo asentí aceptando pero no queriendo analizar. No me importaba o no quería que me importara.
—¿Le molesta si fumo?—pregunte, frente la negación de Manrrique deje el vaso de whisky sobre la mesa que nos separaba y encendí mi cuarto cigarrillo de la noche.—¿Quien le dijo de mi?
—El chupete. Perdón, Mariano Esquivel—asenti, un ex cliente mio.—Necesito de su servicio.
—Para eso estamos. ¿Ya está procesado o recién recibió la denuncia?
—Esta mañana me llegó la denuncia.
—¿De que?
—De asesinato...—trago saliva y se movió incómodo en su asiento, guió su mirada hacia la enorme ciudad que se presentaba como fiel testigo ante nosotros.—Y violación.
—¿Hacia quien?
—Mi vecina.
—¿Cuántos años tenía su vecina?
—14 años.
Asentí mirándolo un momento, analizando esta vez su forma de moverse inconscientemente en corriente a sus palabras. Tenía que preguntarle el clásico de mis noches hacia mis clientes, aunque no hacía falta preguntar, los años como abogado me habían otorgado la sabiduría y conocimiento ante las falacias o verdades.
—¿Y usted es culpable o inocente?
Silencio y luego llanto, un llanto nervioso, desconsolador. La noche era fría como esas neoyorkinas que pasan de visita por Buenos Aires dos o tres veces al año, con todo pero sin la nieve, fría pero fea, triste y llena de soledad.
No se cuanto paso hasta que el hombre dejó de temblar y murmurar cosas para sí mismo, ni siquiera me moleste en darle mi pañuelo para que seque sus lágrimas, supongo que no merecía ni que una tela lo consolara pero tampoco le ofrecería mi pañuelo a mi propia madre. Me daba igual, las lágrimas se secan solas.
—Culpable doctor.—confirmó lo evidente.
—¿Entonces para qué quiere mi defensa? ¿no está arrepentido?
—No. No lo estoy.
Me puse de pie y me apoye contra el barandal observando hacia la ciudad, a la vez que dejaba salir el fino humo de mi boca.
—¿Como fue?
Manrrique prácticamente se dejó desfallecer sobre el respaldar de la silla y me miró desde allí con ojos ya secos de las lágrimas. Los recuerdos parecían estar cobrando vida frente a el y yo no parecía formar parte del cortometraje. Me pare firme y levante el mentón demostrando autoridad.
—¿Va a hablar o le digo a Matilda que lo acompañe a la salida?
—Fue hace dos meses.—soltó—La chica era una nena demasiado blanca y de unos ojos negros que parecían comerte el alma con mirarte no más. Ella sabía demasiado. Vivía justo enfrente de casa y veía todo.
—¿Ella?
—Si, ella veía todo. Ella veía todo lo que yo hacía, nunca me había dado cuenta hasta que la pille mirando por la ventana...—cerró los ojos avergonzado—Pensé que nadie se iba a dar cuenta.
—¿De que?—la historia se iba tornando en una doble sin darme cuenta, me incline un poco como si se tratara de un libro abierto, necesitaba escuchar más. Manrrique no me miraba solo estaba ahí quieto como un cobarde que teme a la luz de la verdad. Note como sus manos temblaban frente a imágenes que posiblemente se proyectaban en su cabeza y yo no podía ser espectador. Era una obra privada.
—Ella veía cuando yo hacía cosas que no debía.
—¿Cosas como que Manrrique?—insistí.
La puerta corrediza se abrió de golpe y ambos miramos hacia ella. No había nadie. Negué maldiciendo el momento inoportuno.
—El aire está jodido—dije caminando a cerrar la puerta.
—Fue ella.—murmuró el delgado hombre.
Lo miré un instante sin entender su punto. Esta vez levanto la mirada hacia mi transmitiendo una confesión silenciosa.
—¿Usted cree en los fantasmas doctor?
Su voz sonó pausada, grave y carrascosa. El viento sopló sobre mi nuca para después jugar con el mantel que cubría la rectangular mesa.
—No.—conteste.
El hombre dibujó una sonrisa macabra en sus labios sin quitar sus ojos de los míos.
—Ese “no” se terminó. Hoy es el día en el que va a empezar a creer.

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VOCES DEL SILENCIO.
ParanormalRoberto es un abogado penalista de 40 años con un gran prestigio en su ámbito. Lleva una vida bastante rutinaria y recta, donde todo está planeado y nada puede salir mal; hasta que un día la visita de un nuevo cliente hará que todos sus planes e ide...