12. Aunque todo sea una mentira

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La ventana de la habitación estaba abierta de par en par, dejando entrar a la pequeña estancia la brisa helada de la primera hora de la mañana.

A Otabek no le importaba estar congelándose, al contrario, si enfermaba y moría sería inmensamente feliz.

Yacía sobre las mantas estiradas de la cama, su torso desnudo era bañado por la escasa luz de sol que las nubes dejaban colarse, su brazo derecho estaba sobre sus ojos ocultándolos así de la luminosidad. Un fuerte escalofrío recorrió su cuerpo cuando una ola de nuevo aire congelado azotó su piel.

Se tumbó sobre su costado derecho envolviéndose en posición fetal, cubriéndose la cabeza con ambos brazos como si alguien estuviese a punto de golpearlo.

Se maldecía internamente por ser un completo imbécil.

Habían pasado unos cuantos días desde aquella noche en la que sucumbió a los encantos de Yuuri Katsuki, la noche en la que se había condenado a si mismo al círculo más bajo del infierno en el que se estaba convirtiendo su vida.

Hundió el rostro en las almohadas de la cama inhalando con fuerza, el suave perfume del japonés aún dejaba su testimonio sobre las sábanas del lecho donde se habían amado. Otabek sintió como si tuviese atascada una brasa ardiente en el centro del pecho.

El recuerdo de la cálida piel de Yuuri junto con el dulzor de sus labios llegó hasta la memoria del kazajo logrando que este se retorciera de aquel dolor que se había instalado en él desde que dejó que sus instintos más bajos se apoderaran de todo su ser.

Otabek tenía un plan y en el intento de ejecutarlo había fallado estrepitosamente.

Se sentó de golpe en la cama y miró por la ventana abierta, la calle parecía pintada de gris al igual que el cielo y las nubes, suspiró con pesar y se volvió a regañar mentalmente.

El objetivo actual de su vida entera era arrebatarle a Victor Nikiforov todo lo que este amara en su miserable vida y en todas las que le siguieran, al igual que Nikiforov había hecho con él.

¿Pero y si Otabek también amaba lo que Victor amaba?

Al escapar de prisión, herido y sin un lugar al que poder llamar hogar, el único nombre que venía a la cabeza del chico era Yuuri Katsuki.

Sabía que para poder vivir en paz tenía que arrebatar al japonés de las manos de Nikiforov, aunque tuviese que matarle estaba seguro que si el abogado ruso estaba sin aquel hombre de cabello azabache y ojos achocolatados este perdería más de la mitad de su vida, y eso era lo que Otabek quería.

Otabek deseaba que el dolor quemara a Victor tan fuerte que este no pudiese respirar, con esa sed de venganza ardiendo en su mente como una hoguera que le permitía no congelarse el kazajo había recorrido las calles de la cuidad hasta que la herida de su pierna le había hecho caer en medio de un callejón desierto.

La sangre no paraba de fluir fuera de él y Otabek pensó que no sobreviviría.

Cuando había visto todo perdido Yuuri había aparecido para salvarlo, su mirada dulce y su firme determinación habían salvado al kazajo de morir como un animal tirado en el asfalto.

Los dos primeros días en que Otabek se había encontrado resguardado bajo el tranquilo alero del japonés, el kazajo había pensado en lo conveniente que resultaba la situación. Yuuri pasaba bastantes horas en el departamento y parecía confiar en su nuevo protegido.

Otabek podía matarlo tan fácilmente como aplastaría a una hormiga, por supuesto, él no era un asesino, pero si se trataba de herir a Nikiforov haría la que fuese necesario.

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