22. Agua bajo el puente

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Otabek quería ser egoísta.

Su vida siempre había sido una decepción tras otra, una pequeña grieta en su corazón no debería hacer más daño del que ya había, pero las heridas habían sido demasiadas y cuando Yuuri le había indicado con la mirada de que era el fin para ambos al menos por ahora sintió como todo dentro de él se venía abajo.

Quería gritar, llorar, golpear las paredes y hacer desaparecer el mundo en llamas, porque jamás le había dolido tanto dejar algo como le estaba lastimando ahora el dejar partir de su vida al japonés, pero bien sabía que no había nada que hacer.

Le miró a los ojos, aquellos que le hacían estremecer y en lugar de rabiar como quería simplemente le sonrió con suavidad, alejándose de él y dejando que el contrario solo se marchara, sin decir media palabra, sin un último beso, sin nada.

Otabek sabía que de eso constaba la vida. De perder, de levantarse y esperar algún día ganar.

Así que tomó lo poco que quedaba de sí mismo y caminó a casa con la frente en alto, esperando a volver a ver a su madre por primera vez en mucho tiempo y convenciéndose de que le era imposible amar a alguien de una forma sana sin haber superado su pasado primero.

Se levantaría, trabajaría y esperaría el momento indicado para volver por Yuuri.

Definitivamente parte de su corazón se había recuperado al volver a casa y ver a la mujer que le había dado la vida llorar de felicidad. Mientras la sostenía entre sus brazos y dejaba que parte del dolor oculto en su ser fluyera con su llanto simplemente dijo:

Мен үйге оралды*—. Y en ese preciso instante, le pareció la frase más hermosa jamás dicha.

Los días para Otabek fluían tranquilos, preguntándose de vez en cuando que sería de Yuuri, siendo saciada su curiosidad por los noticiarios de televisión y los periódicos amarillistas. El chico sabía que pocos de ellos decían la verdad, sobre él, Victor o Yuuri, o sobre la maldita vida en general. No le quedaba más que conformarse con lo que le había tocado y avanzar por el bien de su familia.

Por lo mismo, y pensando en un futuro mejor, Otabek y su madre decidieron volver a Kazajistán a pesar de que habían ido a Rusia huyendo de sus tierras natales. Madre e hijo eran conscientes de que la amenaza que pendía sobre sus cabezas era mucho mayor que un par de malos recuerdos.

Ambos sabían que la Bratva no perdonaba.

Tomando lo poco que tenían se marcharon y por primera vez en la vida de ambos decidieron confiar en la palabra de la policía, de que no les tocarían un pelo, de que estarían a salvo, de que todo iría mejor. Querían creer en aquellas palabras.

Esos también fueron los días en que Otabek se enteró de que Yuuri se había marchado a Japón. No iba a mentir, le había dolido como el infierno, porque ambos habían compartido algo especial.

Otabek no era estúpido, él sabía que el sentimiento que él y el japonés habían desarrollado el uno por el otro no era amor, no uno como el que Yuuri había compartido con Victor. Lo de los amantes era algo distinto, era miedo y desesperación mezclado con rabia y angustia, era dolor en su estado más puro, algo imperfecto, anormal pero completamente excitante.

Altin aun deseaba a Katsuki, lo ansiaba y necesitaba como al oxígeno, como al agua en medio del desierto, pero ahora que su vida había vuelto a una pseudo normalidad, no sabía si embarcarse nuevamente en ese sentimiento tan abrasador sería lo correcto, por más que fuese lo que su corazón y cuerpo desearan.

Así que se había marchado a Kazajistán en compañía de su madre y escoltado por un par de policías, esperando con ansias llegar y retomar sus estudios, de poder dormir tranquilo sin el temor de que alguien se apareciera en su habitación para matarlo, o al menos que el recuerdo de Katsuki no le comiese vivo.

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