Danaé se sentó con fastidio en el borde del sofá que estaba ubicado frente a los vestidores. Estaba agotada y realmente podría aventar cualquiera de las cinco bolsas que iba cargando al primero que mirara. Tal vez podría asomarse por el balcón de aquella tienda y dejarlas caer sobre el pavimento. Eso enloquecería a su madre y ni que decir el grito que Beth pegaría. Sin embargo, ellas tenían la culpa de empujarle a pensar en cosas tan sin sentido. ¿Por qué la obligaban a venir cuando sabían que lo odiaba? Estar probándose ropa era una tortura, zapatos que no volvería a usar y maquillaje que prefería fuera inexistente.
Suspiró mirando la decoración de la tienda. Sobria y elegante, quizás eso era lo que no le gustaba del todo, el lugar simplemente no le inspiraba nada. No es que no tuviera sentido de la elegancia, solo que no veía la razón para que lo elegante no pudiera ser brillante también. Todo opaco. Ahí faltaba color y vida. Sobre todo vida, alegría, no podía precisarlo. Solo que realmente odiaba estar ahí.
Miró el reloj, como si no hubiera estado haciendo lo mismo durante los últimos quince minutos. Sí, seguía siendo las 14h45, ni un minuto más del que había visto. Escuchó pasos detrás y cerró los ojos ante la avalancha que se avecinaba sobre ella.
–¡Danaé! ¿Por qué no estás en el vestidor probándote los vestidos que escogimos? –Danna interrogó con tono tranquilo, pero en su mirada se notaba la exasperación que contenía aquella aparente pasividad.
–No me gustan –soltó antes de pensárselo. Trató de arreglarlo agregando–: no son mi estilo. Simplemente quiero ir con el azul cielo que tengo.
–Pero ese ya lo has usado, hija mía.
–Ese es el que me gusta. No necesito otro, es tan solo una cena familiar.
–No, no es solo una cena familiar. Es muy importante para Beth y lo es para todos nosotros.
–Es cierto –asintió Danaé–; no obstante, dudo mucho que a Beth le interese si uso ese vestido o cualquier otro. Es su cena.
Danna sentía ganas de ahorcar a su hija pequeña. No entendía esa apatía hacia las compras, no era nada natural. Suspiró con resignación y Danaé pensó que tal vez había ganado la batalla. Sí, como si eso fuera a suceder alguna vez.
–No nos iremos de aquí hasta que tú no compres un vestido, Danaé –sentenció Danna cruzándose de brazos–: aun cuando nos tome toda la tarde. Y ni pienses en desafiarme.
–Jamás lo pensaría –murmuró Danaé derrotada y tomó camino hacia el vestidor más cercano para terminar de una vez con una tarde absurda.
Luego de una hora, tenía en sus manos tres vestidos que tendría que volver a probarse. No le hacía gracia la idea pues cada vez que se los probaba, la talla no era la adecuada. Le ceñía perfectamente pero era demasiado largo, o le quedaba pequeño pero el largo era ideal. Una razón más para odiar totalmente las compras. Finalmente los miró con ojo crítico, su lado creativo apreciaba los colores y pensó en elegir el que mejor resaltara su cabello marrón chocolate o sus ojos... ahí también iniciaba otro problema. El color de sus ojos variaba así que tratar de resaltarlos era una tarea complicada.
Encontró un espejo y los miró, en ese momento eran castaños, casi oscuros. ¿Quién podría saber si continuarían así hasta la noche o se tornarían miel? Esa gama de colores le encantaba sin duda, pero dejaba fuera de juego combinar con sus ojos. Bien, su cabello sería entonces. Tomó los tres colores: turquesa, marrón y verde. Los tres diseños eran bellísimos, no lo iba a negar. Solo restaba elegir un color. Un color.
–¿Está todo bien, Danaé? –preguntó Beth al notar su demora–. Creo que en el vestidor había una ventana y huyó –bromeó dirigiéndose a Danna.
–No mi querida Beth, si ella sabe lo que le conviene, no lo hará –dijo Danna con seguridad y siguieron eligiendo accesorios, se alejaron.
–Por lo menos me han dejado sola con mis pensamientos un momento –susurró Danaé y se colocó el vestido que tenía ahí. El turquesa–. Qué más da, este tendrá que ser –dijo encogiéndose de hombros.
Salió con sigilo y se dirigió a la caja registradora. Pagó con su tarjeta y dejó que lo prepararan para llevárselo. Sintió unos rápidos pasos detrás de ella. Era su madre, Danna.
Danna se dirigió hacia la caja, incrédula sobre lo que Danaé había hecho. Ya era demasiado tarde –supuso– al notar el gesto triunfal en la cara de su hija menor.
–Dijiste que no nos iríamos si no compraba un vestido –precisó Danaé– pues ya está. He comprado un vestido y nos vamos ahora –sonrió ampliamente al saberse ganadora de esa tarde.
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No puede ser amor (Italia #6)
RomanceDanaé Ferraz estaba segura de haberse enamorado de Alex Lucerni, aún antes de entender el significado de la palabra amor. Alexandre Lucerni también había amado a la misma persona durante toda su vida: Aurora Cavalcanti, pero ella no miraba a nadie...