Capítulo 36 .- PUENTE DE DIOS

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Simplemente perdí la cuenta de las veces que hicimos el amor. Dormimos abrazados después de eso, despertamos y estaba totalmente oscuro. Tomamos agua. Lo hicimos de nuevo. Comimos zapotes. Lo volvimos a hacer. No teníamos reloj y no nos importaba la hora. Nos atrevimos a ensayar nuevas posiciones. Ella agachada y yo de rodillas detrás. Creo que me deben haber sangrado esas rodillas, ya lastimadas en la caída, pero no me importó; hay prioridades en esta vida y esas caderas de fuego delante de mí me impedían pensar en mis rodillas huesudas. ¿Como evitarlo? En un momento acabamos acostados de lado, sobre mi brazo sano, yo detrás de ella. Luego yo sobre ella frente a frente, apoyándome en una sola mano. Sin embargo, debo decir que la mejor posición fue con ella encima de mí, igual que la primera vez. Nuestra primera vez. Esa primera vez que nos había marcado. Esa forma nos hizo alcanzar el clímax una y otra vez... Una y otra vez.

-Sabes amor. Siento que esta fue mi primera vez en la vida. -me dijo mientras reposaba su cara sobre mi pecho. -Finalmente no recuerdo nada de aquel día fatídico. Y la verdad tu me has hecho olvidar todo lo que hubo a su alrededor.

-Gracias preciosa. Tu también me has hecho olvidar mis penas pasadas. ¡Celebremos pues nuestra primera vez! -¡Y lo hicimos nuevamente hasta desfallecer! Hasta que no nos quedó una gota de fluídos en nuestro interior, ni una gota de saliva en nuestras bocas. La noche finalmente nos acompañó con su quietud en el reposo. Ya no había energías en nosotros. No estoy seguro si nos dormimos o simplemente quedamos inconscientes.
Estuvimos muertos hasta que la gritería de los pájaros ruidosos nos obligaron a abrir los ojos. Ahora pudimos apreciar el mismo fenómeno, pero desde adentro. Se veía fantástico como tantas aves salían de entre las paredes de piedra y ascendían hacia aquel círculo de luz en lo alto de nuestras cabezas. Mientras tanto escuchábamos el escándalo que las cotorras hacían al ascender. Y sentíamos el viento producido por sus aleteos, veíamos las plumas que se les desprendían flotar en el aire bañadas con la luz que penetraba ansiosa por ocupar el espacio que dejaban libre los pájaros. El olor a ave invadió el recinto. Nosotros estiramos nuestros cansados músculos cual gatos gigantes. Nos dimos múltiples besos de buenos días en la boca y todos sus alrededores. Pensé que así me gustaría amanecer a diario... bueno, tal vez no en un hoyo en la tierra, pero sí junto a esta mujer abrazándome y besándonos.

-¡Así quiero todos mis amaneceres papito! Despertar con el canto de los pájaros y abrazada de tí.

-¡Vaya! Es precísamente lo que yo estaba pensando! ¿Es que acaso te vas a meter siempre en mis pensamientos?

-Mmmhhh... suena interesante. ¡Me gustaría! -me volvió a besar. Restregó su cuerpo desnudo contra el mío y mi mano ávida le acarició toda su anatomía posterior. Definitivamente era el amanecer que quería. Se me volvió a subir encima y empezó a frotar su sexo contra el mío. Sentí como sus labios se deslizaban ya húmedos y listos sobre mi miembro que aún estaba despertando. Sin embargo, a esta diosa del amor no le fue muy difícil hacerlo responder al llamado. En unos instantes estábamos trenzados entre su cabellera que me abrazaba la cara, sus piernas abrazando mis caderas y sus labios abrazando mi pene. Había aprendido a arreglármelas con una sola mano sosteniéndola de su cresta ilíaca. A esta flaquita mía la movía fácilmente para atrás y para adelante ya que ella colaboraba muy bien a esos movimientos, lo que hacía que nuestros cuerpos se deslizaran tan sincronizadamente el uno sobre el otro con nuestro sudor y sus abundantes secreciones de por medio; dándonos tanto placer que sentía que podría morir en ese instante... y lo haría feliz. Seguimos en esa danza frenética que progresivamente se fue acelerando mientras yo devoraba sus senos como mi mejor desayuno. Luego pasaba por su boca que me tenía extasiado, para regresar a esas frutas redondas y firmes que me tenían peor. Nuestros gemidos de placer despidieron a las últimas golondrinas. Terminamos casi al mismo tiempo, para quedar nuevamente rendidos jadeando uno sobre el otro. Era deliciosa esta luna de miel... ¡Ahora sí tenía color! El rojo de la pasión, el rojo de la cabellera de esa niña hermosa, el rojo de nuestra sangre corriendo jubilosa por nuestras venas en un torrente imposible de detener al fundirse nuestros cuerpos.

LA INFRUCTUOSA BÚSQUEDADonde viven las historias. Descúbrelo ahora