¿Cómo podría ser peor?

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Los coches en las calles pasan al ritmo de mis pensamientos: frenéticos, y en un momento de crescendo de la histeria, dos patrullas de la policía pasan a toda velocidad junto a nosotros, con las sirenas y las luces de emergencia encendidas; como nosotros, se dirigen a un punto lejano donde el horizonte luce aún más oscuro. Sopla un viento de tormenta cargado de
electricidad, un rayo de luz perfora lo negro del cielo como una señal luminosa de la tragedia.
“Su esposa se vio involucrada en una fuerte colisión. Su vehículo impactó de frente con otro…”
Yo trataba de prestar atención pero me lo impedía una cólera ciega, que no sabía hacia quien dirigir, “Lamentablemente tuvo una hemorragia masiva y los coágulos se esparcieron por el
torrente sanguíneo obstruyendo espacios vitales y provocándole un paro cardiorrespiratorio. Logramos sacarla…pero ya tenía daño cerebral. Estuvo sin oxigeno varios minutos.”
Sentí que el corazón se me partió en ese preciso instante. Intenté aguantar y controlar las ganas de gritar y llorar. Aun no lograba comprender la magnitud de la situación, estaba dispuesto a aferrarme a cualquier esperanza, que solo era una pesadilla que pasaría pronto y que todo volvería a la normalidad.
—Tiene fractura de pelvis y esto deformó el canal de parto. Vamos a practicarle una cesárea de emergencia…
—¿La niña…cómo está?—susurré, me costaba respirar, articular cada palabra.
—Vive… queremos sacarla lo más pronto posible—el médico bajó la vista—Seré totalmente honesto con usted, el bebé también puede presentar traumatismos y complicaciones, haremos
todo lo posible…
—Nada de heroísmos, por favor—dije con la mirada clavada en el suelo—Si la bebé no está destinada a vivir, no la fuercen.
—No creo que deba preocuparse por heroísmos—contestó el médico que estaba a su lado, casi con indiferencia—No creo que sobreviva.
Todo el temor, toda la terrible angustia y desesperación culminaban en ese momento. Las vidas de Sabina y Eva estaban en juego. Me aterrorizaba la idea de perderlas a ambas. Y me
asustaba de igual manera la idea de que sobrevivieran, pero quedaran como vegetales.
Deseaba que mi hija experimentara la alegría de vivir, no solo la pena. Quería que fuera la bulliciosa niña que me imaginaba acostada sobe una manta con conejitos. Quería verla
sentada en su silla alta mientras su madre la alimentaba, que jugara conmigo en la playa con su balde y su pala. ¿Cómo sería mi vida en su ausencia?
Apenas soy capaz de moverme. Una fuerza cruel me comprime las piernas, no soy capaz de describir mi estado. La angustia me bloquea el pecho, me aprieta el esternón y difícilmente respiro. Quiero gritar, pero no me siento capaz de emitir ningún sonido. Mis labios están resecos, mi lengua áspera.
Un beso ha sido suficiente para este giro brusco que ha puesto mi vida de cabeza. Mi mundo se ha vuelto de revés en un solo instante, en el segundo en el que posé mis labios en los de la
mujer de mi vida. Una multitud de imágenes pasan atropelladamente por mi cabeza, martillándome sin piedad. La culpa se me hace insoportable y de mis ojos brotan gruesas lágrimas que van a morir en mis labios secos y agrietados. Mi esposa y mi hija se hallan al borde de la muerte.
Sabina ha sido siempre mi ojo derecho y yo el suyo, sobre todo desde que acepté que Danielle no volvería a mi lado, y ella se convirtió en la X de mi ecuación. Tenía un aire morisco, lánguido
y abúlico, que invitaba al reposo y a la confidencia. Era alta y delgada, de temperamento desvalido y llorón, y siempre había despertado en mí un ancestral instinto de protección. Yo necesitaba una compañera y Sabina había ocupado ese lugar en mi corazón y en mi existencia de una manera admirable. Sin Danielle me había vuelto triste, pero Sabina supo llenar ese
hueco en el abismo de esa ausencia.
Recordé cuando me propuso tener un hijo, derivado de una charla acerca de la vida y la muerte. Fue curioso porque Sabina siempre esquivaba el tema, porque le angustiaba, sobre todo cuando yo terminaba cada conversación con un inapelable “Nos vamos a morir todos”.
No le entraba en la cabeza que yo soslayara el asunto con un argumento tan pueril, que ya no quisiera luchar y huyera. Y cuando finalmente quedó embarazada, fue cuando introdujo en mi el verdadero miedo a morir, a dejarla sola, a que mi hija ni siquiera me recordara.
Ahora que ellas estaban a un paso de morir, todo era distinto. Ahora el miedo a la muerte era muy real. Echaría de menos su voz, perdería su tacto, su olor. Hay algo inmortal en todos nosotros que quisiera irse con el que se muere.
Mi médico de cabecera se apersona en el lugar a instancias de mi madre. Se acerca a mí con una enorme jeringa. Si Eva nacía muerta, mi familia prefería que me diera la menor cuenta posible. Yo estaba tan ocupado en llorar que ni advertí el pinchazo.
Se me cierran los ojos, la mente se me estaba embotando, pero alcancé a escuchar un llanto viniendo del quirófano: una protesta fuerte y vigorosa por haber nacido de esa manera. Luego
hizo efecto el sedante que me habían aplicado y perdí totalmente la conciencia.

Liebe mich 2 || André SchürrleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora