Una última chance

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Creo que nadie vendría a mi sepelio. Mis padres, por supuesto, y mi hermana, tal vez mi cuñado y mi sobrino. Me imagino sepultado en el mismo cementerio al que fuimos para el  funeral  de Sabina. Colinas onduladas con césped como terciopelo, una tumba con ángeles de mármol y un agujero en la tierra húmeda que se tragará el cuerpo del que solía ser yo.
Imagino a mi madre vestida de negro, sollozante y a mi padre tratando de consolarla. Sabrina mirando fijamente mi ataúd pidiendo perdón por todas las veces en las que me hizo algún daño. Es posible que los del equipo vengan, arrojen flores al hoyo y traten de mantener la serenidad.
—Pobre André—pensaran sacudiendo la cabeza y se alegraran de no ser ellos.
Habrá un aviso en los periódicos y espero aparecer en primera plana, es lo mínimo que se merece alguien con mi trayectoria. Pediré que haya muchas flores y que alguien cante “You’ll never walk alone”, no solo el estribillo sino toda la pieza. Luego pasarían las estaciones, la lluvia, las hojas y la nieve caerían sobre mí. Y alguien solidario vendría de vez en cuando a charlar con mis huesos.
Un acceso de vómitos acaba con mis dulces fantasías de moribundo.
Hay una Ley de Murphy para la oncología, una que no está escrita en ningún lugar pero que está sostenida por un dogma extendido: Si no te descompones, no te curarás. Así es que si la quimio te enferma horriblemente, si la radiación te consume la piel, vas por el buen camino. Por el contrario, si te manejas con la terapia rápidamente, con nada más que una náusea o dolor intrascendente, lo más probable es que las medicinas no estén haciendo su trabajo.
Siguiendo este criterio, debería estar absolutamente curado en este momento. A diferencia de la quimio de los primeros años, esta serie de tratamientos ha tomado a un hombre que ni siquiera se resfriaba, y lo ha convertido en una ruina física. Tres días de radiación me han causado diarrea constante y he tenido que usar pañales.
Al  principio eso me daba vergüenza, ahora que estoy muriendo la verdad es que no me importa. Los cinco días que siguieron a la quimio se me llenó la garganta de mucosidad, lo que me mantiene conectado al tubo de succión como si fuera una garantía de preservación de mi vida. Cuando estoy despierto, todo lo que hago es luchar contra las ganas de maldecir.
Desde el Día Seis, cuando los leucocitos y neutrófilos comienzan a caer en picado, he estado en aislamiento inverso. El más mínimo germen podría matarme; por este motivo, el  mundo debe  ser mantenido a distancia. Han restringido  las visitas y a los que se les permite entrar parecen astronautas, con trajes y máscaras. Debo leer los diarios con guantes de goma. No se permiten plantas ni flores, porque portan bacterias que podrían liquidarme. Cualquier objeto que llegue a mis manos debe ser limpiado primero con una solución antiséptica.
Sabrina aprieta el botón de la enfermera y esta viene a la habitación.
—Le daremos un poco de metoclopramida—dice y se va.
Me siento a duras penas al borde de la cama y Sabrina es un modelo de eficiencia: me seca la frente, me sostiene por los huesudos hombros, me limpia la boca con un pañuelo, una y otra vez.
—Puedes superar esto —me murmura cada vez que saca una mucosidad, pero puede que sólo se lo esté diciendo a sí  misma. Lo repite varias veces, es su manera de no volverse loca.
La oncóloga se hace presente en mi habitación. Luce extrañamente radiante para alguien que convive día a día con la muerte. Por algún motivo no me agrada verla tan feliz y que se pasee frente a mí como si me fuera a regalar alguna cosa. Uno de los problemas de ser un enfermo de cáncer es que te vuelves susceptible.
—Es posible que tengamos un donante no emparentado en el registro nacional de trasplantes de médula ósea.
—Según tú, un trasplante de un donante no emparentado era peligroso.—esto no me agrada, he aprendido a leer sus reacciones y por algún motivo no me fio de ella.
—Así  es —dice —. Pero ahora es lo único que tienes.
Levanto la mirada, desafiante.
— ¿Y qué pasará si me niego?
—Te mantendré funcionando hasta las últimas consecuencias. Sólo para fastidiarte.
Sabrina llora y llama a mi madre, hablando con tal excitación como la primera vez que tuvo una cita. En casa, mi madre sufre un ataque de histeria. Oigo claramente su voz: “Gracias a Dios”
—Creí que mi donante tenía que ser genéticamente perfecto ¿Cómo sabes que funcionará?—arremeto, dispuesto a descubrir la trampa.
—No afirmé que funcionará, solo que esta podría ser tu ultima chance. Piénsalo.
La doctora sale y Sabrina se retuerce las manos, al borde de un ataque de llanto de felicidad. Las mejillas rojas parecen que están a punto de estallar.
—Muy bien—digo. Mi voz suena tan firme que podría romperse—,¿qué está pasando?
—Tienes un donante.
—Evidentemente—le extiendo mi teléfono celular—. Ahora deshazte de él.
Su palidez se confunde con el blanco de las paredes y parece sacudir la cabeza con un enorme esfuerzo, intentando articular palabra.
Agacho la cabeza.
—No quiero hacerlo más.
Eso termina de enfadar a mi hermana.
—Bueno, sabes André, yo tampoco. De hecho, ninguno de nosotros. Pero no es algo sobre lo que tengamos opción.
La cosa es que si tengo opción. Ése es exactamente el porqué de que sea yo quien tiene que hacerlo.
—Desde que Sabina murió te has quedado tirado allí, lamentándote y te has creído que todo esto es sobre ti, y no es así. Es sobre nosotros. Todos nosotros…
Mi  garganta se cierra como el  obturador de una cámara, para que ni  pizca de aire ni  excusa alguna puedan salir a través de un túnel  tan fino como una aguja. «Solo quiero que me dejen en paz», pienso y me doy cuenta demasiado tarde de que lo he dicho en voz alta.
Sabrina se mueve tan de prisa que ni siquiera la veo venir. Me da un cachetazo tan fuerte que me gira la cabeza. Me deja la cara marcada más allá del momento en el que desaparecen sus dedos. Ella se lleva ambas manos a la cara y murmura “Lo siento, oh dios mío, lo siento” y sale corriendo de la habitación.
La comida del hospital es desabrida y bastante limitada en cuanto a variedad, mis riñones deben trabajar lo menos posible, para darles la oportunidad de recuperarse. La enfermera trata de que coma una y otra vez, y finalmente se rinde diciendo que tienen cosas más importantes que hacer.
Empujo la bandeja lejos de mí con gesto de asco al tiempo que mi hermana entra nuevamente  a la habitación con ambas manos en alto, pidiendo paz.
—Quiero hablar contigo —dice.
Ahogo la náusea y escupo otro bocado en la servilleta, últimamente todo lo que como me sabe a azufre.
—Cuando termine —digo, tratando de ganar tiempo antes de una conversación que realmente no quiero tener.
—No, ahora. —Se sienta en el  borde de la cama y suspira—. André… lo que estás haciendo…
—Ya está hecho —digo.
—Pero puedes deshacerlo, sabes, si quieres.
Estoy agradecido de que el malestar me obligue a volverle la espalda, porque no soportaría la idea de que pudiera verme la cara en este instante.
—Lo sé —susurro.
Durante un rato largo Sabrina permanece silenciosa. Sus pensamientos divagan en círculos, como un perro tratando de acomodarse, del mismo modo que los míos. Nos devanamos los sesos pensando en cada posibilidad y finalmente no llegamos absolutamente a ningún lado.
Después de un rato, me vuelvo a verla. Sabrina se enjuga las lágrimas y me mira.
— ¿Te das cuenta—dice—de que eres el único amigo que tengo?
—Eso no es cierto —respondo inmediatamente, pero ambos sabemos que estoy mintiendo.
Sabrina nunca fue precisamente sociable, contrario a lo que se podría pensar. Cuando entramos en la adolescencia nos volvimos inseparables y era yo quien la llevaba a fiestas y la presentaba a mis amigos y conocidos. Tuvo un breve paso por la universidad y desde que enfermé, su trabajo y su familia han quedado en animación suspendida. No es que tenga mucho tiempo de hacerse de un amigo. Los médicos y enfermeras no son amigos.
—No soy tu amigo —digo, tirando otra servilleta de papel repleta de comida al cesto—Soy tu hermano.
«Y lo estoy haciendo terriblemente mal», pienso. Respiro ruidosamente para no caer en la trampa fácil del llanto.
—De eso es de lo que quería hablar —dice ella—. Si  no quieres ser más mi  hermano, es una cosa. Pero no creo que pueda soportar perderte como amigo.
Vuelve a levantarse de la cama y da algunos rodeos junto a mí. Un momento después, oigo la puerta abrirse y cerrarse, y una ráfaga de aire frío del pasillo me llega.
Yo tampoco puedo soportar la idea de perderla.
Le echo otra mirada a lo que se me ha conectado a las venas: daunorubicina, 50 mg en 25 cm3 de D5W; cytarabín, 46 mg en una  infusión de D5W,  intravenoso continuo  las veinticuatro horas; allopurinol , 92 mg intravenoso. O, dicho en otras palabras, veneno. Imagino que es un ejército que libra una feroz batalla contra los malos, las células del cáncer. Por primera vez en mucho tiempo intento un enfoque positivo.
—Estoy bien. Estoy sano. Viviré una larga, larga vida.
Lo repito una y otra vez, ignorando esa voz en mi cabeza que dice: “Tú sabes que no es cierto”. Al final del día ya no creo que intentar una nueva transfusión sea mala idea. Siempre sentí deseos de vivir, nunca fui una persona egoísta; Sabrina tenía razón, no se trataba solo de mí. Era hora de levantarse nuevamente y retomar el control de mi vida, sea poca o mucha la que me quede, al menos podré hacer algo bueno con ella.
—Eleanor—llamo a la doctora—Prepáralo todo, lo que sea necesario, voy a hacerlo.

Despierto de mi breve siesta sudando y temblando. Siempre que pido calmantes me dan pesadillas. Por un momento me invade una terrible soledad y me siento desorientado.
—¿Mamá? —grito—. Mamá, ¿dónde estás?
Salgo al pasillo que bulle de actividad. Las enfermeras revolotean en la colmena del  office e intentan dominar a un chico de la mitad de edad que ellas y tres veces más fuerte, que en ese mismo momento agarra la hilera más cercana de sillas y las tira hacia adelante, haciendo tanto ruido que me rebota en los oídos.
En el alboroto una figura conocida me llama la atención. Por primera vez en mucho tiempo podía observarla a mi antojo. Con su melena negra escandalosa y su escasa estatura, parecía de quince años. Ella, Sabrina y la oncóloga parecen enfrascadas en una importante conversación. No me ven mientras me acerco lo más rapidamente que puedo, tratando de captar fragmentos de lo que hablan. Cuando vuelven la vista, veo como se les van lentamente los colores de la cara; parece un momento de El Resplandor.
—¿André? —dice, mirándome fijamente. No la había visto tan asustada desde que la vi en las escalinatas de la Catedral de Barcelona, lista para casarse con un hombre que no era yo.
—André, no estamos haciendo nada incorrecto.—Sabrina se interpone, tratando de sostenerme entre sus brazos.
—¡Tampoco están haciendo nada correcto! ¡Sabia que algo no estaba bien!
Están hablando de mi pequeño como si fuera una especie de máquina sin sentimientos que pueden manipular a su antojo. Todo lo que alcanzo a comprender es que han condenado a Félix a ser un mero generador de repuestos, donando y esperando a donar la siguiente vez.
—¡No lo puedo creer!—grito mientras dos enfermeros se encargan de llevarme casi en vilo de vuelta a mi cuarto—¡No puedo creer que hayan hecho esto!
Al anochecer veo llegar a Félix con las mejillas encendidas, retorciéndose silencioso y divertido para ocultar el regalo que traía escondido en la espalda. Era una bolsa de brillante papel azul que contenía una especie de libro. Lo puso sobre la cama, me besó amorosamente, me alisó el pelo con su manita mínima y me acomodó las almohadas. La sensación me estremeció, porque en los gestos del niño había más solicitud y ternura que en todas las caricias que me había prodigado jamás mujer alguna, ni siquiera mi madre.
— ¿Sabes lo que es quimioterapia?–le pregunto.
— ¿Es un remedio?
—Me lo aplican cada vez que no apruebo los exámenes… es bastante duro. Los químicos que me inyectan en realidad son veneno.
—¿Cómo el que le ponemos a los ratones?—pregunta y abre mucho los ojos.
—Quieren parar el cáncer sin matarme a mí y la verdad es que me hacen sentir muy mal. Estoy cansado.
Él no responde, sólo levanta la mano hasta mi cabeza y enreda los dedos en mi pelo. Se suelta un mechón fino, que cae lentamente sobre el piso como una pequeña brisa. Lo miro fijamente tratando de adivinar lo que piensa. Rayos gamma, leucemia, paternidad. Son las cosas que no ves venir y que son lo suficientemente fuertes para matarte.
Cuando levanto la cara, veo los ojos de Danielle. Eran de un color que nunca había visto y no volvería a ver jamás.
—André, tienes que confiar en mí—dijo con voz trémula, sin preámbulos—Lo hacemos por tu bien, porque queremos que estés sano.
—Pensé que te habías ido —le gruño.
Se sienta a los pies de mi  cama y yo me alejo unos centímetros. Pero ella me pone la mano en la pantorrilla antes de que pueda alejarme mucho.
—¿En qué piensas, André?
Mi  estómago se estruja, retorcido.
—Pienso… pienso en lo mucho que te odio.
Incluso en la oscuridad, puedo ver el  brillo de sus ojos color de mar.
—Oh, André —suspira—, ¿cómo puede ser que no entiendas cuánto te amamos?
Extiende los brazos y me estrecha entre ellos, como si fuera un niño pequeño. Aprieto la cara contra su hombro. Lo que quiero, más que nada, es volver atrás un poquito en el  tiempo, cuando aún teníamos una oportunidad de ser felices.
Le devuelvo el abrazo con toda la fuerza de la que soy capaz en este momento.
—Hablaremos con el juez y se lo explicaremos. Podemos arreglarlo —digo—.Podemos dar marcha atrás con todo esto.
—Eso ya no es posible—Su cara húmeda y brillante se apoya caliente sobre mi  piel.—Ya le extrajeron la sangre hace un par de días.

Liebe mich 2 || André SchürrleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora