Prólogo

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Leila, no podía dejar de llorar. No era un llanto exagerado ni desgarrador, simplemente no podía dejar de llorar. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas en silencio y ella iba secándoselas de vez en cuando con el pañuelo de papel que tan amablemente le había dado la azafata. En el último año de su vida se había subido a dos aviones; el primero, casi seis meses atrás, la llevó a Londres, donde perdió su corazón y recuperó su carrera profesional; el segundo la devolvía ahora a Barcelona, con un pedazo menos de alma, el corazón hecho añicos y enfadada como nunca antes lo había estado.

Bueno, ella ya era mayorcita, y sabía a lo que se arriesgaba enamorándose de un hombre tan complicado como Louis.

—Tome otro pañuelo —le ofreció la azafata con una sonrisa— Dentro de media hora llegaremos a Barcelona.

La azafata se fue y Leila, tras secarse las lágrimas, intentó serenarse. Al menos no tenía a nadie sentado a su lado y podía regodearse en lo estúpida que había sido e intentar encontrar el modo de salir adelante. De eso sí estaba segura, en los últimos seis meses, a pesar del daño que le hubiera hecho Louis, había visto que su carrera valía la pena y que era buena en su trabajo, e iba a luchar por establecerse en Barcelona. Antes de irse a Londres, había entrado en una dinámica absurda de trabajos sin sentido y casi se había rendido. Pero ahora ya no, ahora sabía que era una buena profesional y no iba a permitir que ningún mequetrefe, con apellido ilustre o sin él, le dijera lo contrario.

Hubo un momento en el aeropuerto, antes de embarcar, en que creyó ver a Louis corriendo por uno de los pasillos. Permaneció sentada para ser de las últimas en embarcar, con la esperanza de que, como en las series de la tele, él apareciera y le dijera que la quería y que no cogiera aquel avión. Pero no. No apareció, y Leila pudo partir sin ningún tipo de problema. Una vez sentada, no podía dejar de recordar la última «conversación» que habían tenido. La tenía grabada en su mente. Y tampoco podía quitarse de la cabeza que ella le había confesado sus sentimientos, mientras que, si era sincera, tenía que reconocer que él nunca había dicho nada. Se había convencido de que Louis se lo decía con sus ojos, con sus caricias, pero en realidad nunca había dicho que sintiera nada por ella, y ahora eso resultaba más que evidente.

Los altavoces del avión anunciaron que iban a aterrizar y Leila incorporó el respaldo del asiento. Con la mano escayolada le costaba un poco moverse, pero estaba tan cansada y tan enfadada que apenas se acordaba del yeso que cubría su muñeca izquierda. A esas alturas, que una moto la hubiese atropellado unos días atrás parecía una tontería. No había llamado a nadie, no sabía qué decirles, así que cuando saliera del avión y recogiera su maleta, tendría que tomar un taxi. Tal vez lo mejor sería llamar a Niall; si su hermano mayor estaba en la ciudad, seguro que iría a buscarla y le daría ánimos. El problema era que a Niall no podría ocultarle la verdad, nunca había podido esconderle nada, y seguro que en cuanto la viera se daría cuenta de que algo muy grave le había pasado. Bueno, con los ojos rojos e hinchados de tanto llorar, tampoco hacía falta ser Sherlock Holmes para verlo. Se peinó un poco con la mano que no tenía escayolada y decidió que sí, que llamaría a Niall, se instalaría en su piso de Barcelona, buscaría un trabajo que le gustara y se olvidaría de Louis Tomlinson.

Los tres primeros objetivos eran fáciles, el cuarto tal vez le costara un poco más, pero estaba segura de que lo lograría.

El avión aterrizó y Leila bajó de él mucho más serena que al entrar. Esas casi dos horas, y los kilómetros que separaban Londres de Barcelona, le habían servido para asimilar lo que había pasado, y para darse cuenta de lo que quería a partir de entonces. Su maleta fue de las primeras en salir, y Leila la cogió pensando que era una señal del destino, de que su vida empezaba a mejorar. A continuación, llamó a su hermano. Niall, tras un pequeño interrogatorio, le dijo que tardaría unos veinte minutos en llegar al aeropuerto.

Arrastró la maleta hasta una cafetería situada justo al lado de la puerta de «Llegadas» y se sentó. Cuando se acercó el camarero, le pidió un té y le resbaló otra lágrima. Si cada vez que hacía algo que le recordaba a Louis empezaba a llorar, iba a tener un problema. Enfadada, se secó esa lágrima y le dijo al camarero que anulara el té y le trajera una agua con gas. Con él nunca había bebido agua con gas.

Se quedó observando a la gente que llegaba y cómo eran recibidos por quienes los esperaban. Había unos cuantos hombres y mujeres de negocios cuya única bienvenida eran unos fríos carteles con sus nombres; un par de chicos que seguro que iban a Barcelona a estudiar y de los que al parecer se habían olvidado; una señora mayor a la que recibió su nieta con un fuerte abrazo; y sus preferidos, un hombre al que recibió su mujer, o eso creyó Leila, con un beso de película. A ella nunca le había pasado eso. Ese día había llegado sola y llorando, una imagen nada alentadora, y seis meses atrás, cuando aterrizó en Londres, Louis...

—Leila, peque. —La voz de Niall la sacó de su ensimismamiento— ¿Qué te ha pasado? —le preguntó su hermano mirando la escayola. Luego se centró en los ojos enrojecidos de Leila y se detuvo en los puntos que aún llevaba en la ceja.

—Nada —contestó ella, y con la mano buena se frotó la cara.

Niall se sentó a su lado, la abrazó y ella lloró durante unos minutos. Después se apartó y lo miró a los ojos.

—Gracias por venir.

—De nada. —Él parecía muy preocupado— ¿Vas a contarme lo que te ha pasado? ¿Por qué llevas esta escayola y esos puntos en la ceja?

—Luego. Ahora sólo quiero llegar a casa y ducharme. —Después de todo lo que había pasado, Leila sólo deseaba meterse debajo del agua para ver si así desaparecía el dolor— ¿Te importa que hablemos más tarde?

—No, no me importa. Sólo dime una cosa. —Él le cogió la maleta y empezó a caminar hacia la salida— ¿Te lo ha hecho Louis?

—El yeso y los puntos, no... —Se le entrecortó la voz— Lo demás...

—Entiendo —dijo Niall, pero en realidad pensó que, tan pronto como le viera, iba a matarlo— No te preocupes. Cuando te sientas mejor ya me lo contarás.

Leila supo entonces que iba a sentirse mejor, que iba a recuperarse del accidente, que iba a encontrar un trabajo estupendo y que iba a olvidar a Louis. Y si cuando él descubriera la verdad iba a buscarla, se encontraría con una  Leila muy distinta de la que había echado de su vida sin pestañear.

Nadie como tú [l.t]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora