TRES

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Cuando yo tenía ocho años, la chica que vivía en la casa de al lado, Beth, encontró un nido caído en el límite entre su jardín y el nuestro. A mí no me estaba permitido acceder a su jardín, y ella nunca entró en el mío. Beth mantenía esa separación en todas nuestras relaciones, estableciendo una frontera infranqueable entre nosotras en casa, en la escuela y en los espacios comunes donde jugábamos con las demás niñas del vecindario. Beth se aseguraba de que las otras chicas tampoco hablaran conmigo, así que me encerré en mí misma. Su acoso me volvió tímida en su presencia —siempre retrocediendo en vez de avanzar—, así que contemplé cómo golpeaba el nido con un palo a lo largo del límite del jardín. Permanecí callada hasta que vi unas motitas azules mientras el nido rodaba.

—Detente —le di esta orden tan bajito que Beth no debería haberla escuchado, pero nuestra calle estaba tan silenciosa como siempre, así que levantó la cabeza y me miró, con el palo quieto.

—¿Qué dijiste? —preguntó con un tono de voz que pretendía recordarme mi lugar, no obtener una respuesta.

Me aferré a lo que quiera que despertara aquel destello azul y repetí mi exigencia más alto. Beth se acercó más al borde, pero no la traspasó. En vez de eso, levantó el nido con el palo y lo lanzó a mi jardín.

—Ahí lo tienes —se burló—. Toma tu precioso nido. De todos modos, la mamá pájaro ya no va a volver. No quieren los huevos después de que alguien los haya tocado.

El odio bulló en mi interior, pero permanecí en mi lado, observando cómo regresaba a su casa sin decir una palabra más. Ella me miró una sola vez mientras abría la puerta de su casa, con los ojos llenos de desprecio. Contemplé el nido durante largo rato: dos huevos asomaban entre la hierba, junto a él. Al mirarlos, pensé en mi hermana y en mí: dos hermanas gorrión. Recogí algunas hojas caídas para cubrirme las manos desnudas antes de meter los huevos en el nido y lo coloqué de nuevo en el árbol de nuestro jardín. Pero aquel pequeño gesto no logró apaciguar la dolorosa rabia que crecía en mi pecho.

Mientras observaba el nido, cada vez más frustrada por mi incapacidad para proteger las diminutas vidas de su interior, las hebras de la trama aparecieron brillantes a mi alrededor. El árbol y el nido se difuminaron como un delicado tapiz ante mis ojos, convirtiéndose en hilos que me pedían que los tocara, así que alargué las manos y deslicé los dedos a su alrededor. Aunque ya era consciente de la existencia de la tela de la vida tejida a nuestro alrededor, por primera vez distinguí las franjas doradas que se deslizaban a través de ella de forma horizontal, y cómo los hilos de colores se entretejían con ellas para crear los objetos que me rodeaban. Mientras observaba todo, las franjas doradas de luz titilaron apenas y me di cuenta de que se movían muy despacio hacia delante, alejándose del instante que había frente a mí. No eran simples fibras del tapiz de Arras, sino líneas temporales. Tímidamente, alargué la mano hacia uno de los hilos dorados. Animada por su textura sedosa, lo agarré y tiré de él con fuerza, tratando de obligar a la franja del tiempo a retroceder hasta el momento en que la mamá pájaro estaba protegiendo a sus preciosas crías. Pero se resistió. No importaba lo que yo hiciera, ella continuaba su avance hacia delante. No había vuelta atrás.

La mamá pájaro nunca regresó. Yo revisaba los pequeños huevos azules cada

mañana, hasta que un día mi padre me relevó de mi vigilancia y el nido desapareció. Yo no había tocado aquellos huevos, pero me imagino que la mamá pájaro no supo dónde buscarlos; por eso no volvió.

 Yo no había tocado aquellos huevos, pero me imagino que la mamá pájaro no supo dónde buscarlos; por eso no volvió

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LAS TEJEDORAS DE DESTINOS de Gennifer AlbinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora