DIECISÉIS

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Sin maquillaje. Sin medias. Sin un peinado elaborado. Y sin ropa. Me siento desnuda en más de un sentido. La fina bata de algodón que me han dado como vestimenta para el cartografiado inicial de mi cerebro se cierra a la espalda, dejando incluso menos a la imaginación que algunos de los vestidos que he llevado en los últimos tiempos. Las paredes completamente blancas de la estancia se reflejan en el pulido instrumental plateado que se distribuye con esmero sobre una mesa, colocada junto a la larga camilla metálica en la que llevo sentada treinta minutos. Noto el culo entumecido por el frío y el tiempo de espera no hace sino alterar mis pensamientos. 

Una mujer vestida con chaqueta blanca y una redecilla en el pelo entra afanosamente en la habitación y regula la camilla para que quede plegada en un extremo. Me ayuda a recostarme en ella y me coloca un brazalete médico digital. Pensé que sentiría alivio cuando todo comenzara, pero me invade el miedo. Si el objetivo de esto es hacerme perder la cabeza, los resultados ya son bastante buenos. 

—Esto controlará tu ritmo cardíaco y tu presión sanguínea —dice la enfermera con los ojos fijos en los números. 

—¿Es peligroso? —pregunto, mirando el afilado instrumental médico sobre la mesa que hay junto a mí. 

—Casi nunca. Si sufres alguna reacción al procedimiento, te administraremos Valpron para calmarte —me asegura al tiempo que me da una palmadita en el brazo. 

Hay una cuchilla especialmente larga que me hipnotiza. Me veo reflejada en ella. 

—¿Duele? 

—¿Prefieres que te pongamos el Valpron ahora? —me dice; yo niego con la cabeza—. El doctor Ellysen no tardará en llegar —añade, blandiendo una diminuta aguja—. Vas a notar un pinchacito de nada. 

Mientras la aguja se hunde en mi antebrazo, inhalo con fuerza y parpadeo sobre mis ojos llorosos. 

—Buena chica —dice con voz distraída mientras cuelga una bolsa con un líquido ambarino en un soporte que hay a mi lado. Gotea despacio por un tubo hasta llegar a mi brazo. 

Un médico muy joven entra en la habitación con los ojos pegados a su digiarchivo. Resulta un tanto desconcertante que parezca tan joven como yo, aunque, con los arreglos disponibles aquí, tal vez sea mucho mayor de lo que aparenta. 

—Adelice, ¿cómo te sientes? —pregunta. 

Los doctores de Romen que nos hacían el reconocimiento médico anual eran siempre viejos y gruñones. Los puestos masculinos se distribuyen atendiendo a las aptitudes, sin embargo el don de gentes no es uno de los requisitos imprescindibles. La juventud de mi nuevo doctor no le vuelve menos intimidante. 

—Bien —miento. La terapia intravenosa de mi brazo me ataca los nervios. 

—El procedimiento durará unas dos horas —dice, sin levantar la vista de la pantalla—. Durante ese tiempo tendrás que permanecer tumbada y quieta. Puedes dormir, si así lo deseas, o puedo pedirle a la enfermera Renni que te administre un poco de Valpron. 

—La paciente lo ha rechazado —susurra la enfermera. 

—Muy bien —responde él, y desliza el pequeño aparato dentro de su bolsillo —. Voy a colocar la máquina de cartografiado sobre tu cabeza para que escanee diversas zonas de tu cerebro. Durante el proceso te iré haciendo preguntas y ella controlará cómo elabora tu mente las respuestas. 

—Pensé que podía dormirme —rezongo. 

—Así es —me asegura—. Te acaban de inyectar un estimulante mental que te permitirá procesar información incluso en estado de inconsciencia.

LAS TEJEDORAS DE DESTINOS de Gennifer AlbinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora