CINCO

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Enora pasa junto al joven y me empuja hacia otra puerta en el extremo opuesto del jardín. Reprimo el impulso de volverme hacia él. ¿Para qué? ¿Para disculparme? ¿Para justificarme? ¿Qué esperaba? ¿Que incendiara el complejo y escapara, hambrienta y con frío? 

—Adelice —la voz de Enora interrumpe mis pensamientos.

 —¿Sí? 

—Trata de prestar más atención durante el curso de orientación —comenta con un suspiro, conduciéndome hacia el interior del ala opuesta del complejo.

 —Es que... —no encuentro las palabras adecuadas para expresar mis confusos sentimientos hacia el muchacho del jardín—. ¿Por qué hay chicos aquí? 

—Hay numerosas tareas que no podemos realizar nosotras mismas — responde con total naturalidad.

 Asiento ligeramente con la cabeza, pero no puedo ocultar que no me lo trago.

 —Las hilanderas tienen un trabajo importante que hacer —añade Enora, bajando la voz—. Los hombres mantienen todo esto en funcionamiento y... —su voz se apaga y me doy cuenta de que está haciendo una elección. 

—¿Y? —la animo.

 —Nos ofrecen seguridad —termina.

 —¿Estamos en peligro? —pregunto con sorpresa.

 —¿Nosotras? No —me asegura con una ligera amargura en la voz—. A la Corporación no parece gustarle la idea de un complejo gestionado enteramente por mujeres. 

Enora no mentía al afirmar que respondería mis preguntas, pero estoy desconcertada por la confianza que me está demostrando. Teniendo en cuenta que conoce mi mayor secreto, supongo que tiene sentido.

 —Hoy estarás con el resto de candidatas. Trata de hacer amigas —dice, volviendo a la tarea que tenemos entre manos. 

—Es como regresar al primer día de escuela —murmuro, mientras contemplo el grupo de mujeres reunidas en torno a una gran mesa de roble. 

—Sí —afirma; luego toma mis hombros con sus diminutas manos y dirige mis ojos hacia los suyos—, pero con estas chicas vivirás el resto de tu vida. 

Trago saliva. No parece que haya pasado tanto tiempo desde que abandoné la escuela, pero los rostros de mis compañeras de clase empiezan a desvanecerse de mi mente. Fue un largo concurso de belleza en el que cada chica se esforzaba por mantener los estándares de pureza que se esperaban de las candidatas al tiempo que hacía todo lo que estaba en sus manos para eclipsar a las demás. Cada semana, alguien descubría algo parecido a un cosmético, aunque sin llegar a serlo. A mí nunca se me ha dado bien hablar de manera efusiva, ni acicalarme. ¿Pellizcarme las mejillas? No, gracias. El maquillaje y los tratamientos de belleza podrían considerarse una recompensa por el buen comportamiento al crecer, y algo necesario cuando finalmente se accede al mundo menos segregado del trabajo, pero aquí parecen una broma incluso mayor que los estándares de pureza. Como si nos sintiéramos felices de consumirnos tras puertas cerradas con llave con tal de estar hermosas.

Al acercarme a las demás, trato de mantener una expresión neutra. Estamos aglomeradas en un pasillo sin decoración alguna, esperando a que se abra la puerta situada frente a nosotras. Pero las otras chicas, después de separarse en varios grupos más pequeños, charlan animadas entre ellas. Es un grupo variopinto: hay una muchacha ágil con el pelo muy negro y delicadamente trenzado; otra con la piel color café y el cabello corto y ondulado pegado al cráneo; chicas con melena color platino y blusas entalladas. Me pregunto si estarán entusiasmadas o nerviosas. Si habrán vendido sus almas por grandes bañeras y chimeneas. Si harían cualquier cosa que les pidiera la Corporación. 

LAS TEJEDORAS DE DESTINOS de Gennifer AlbinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora