CATORCE

34 2 0
                                    


Sueño con mis seres queridos. Tengo cinco años y mi madre se está maquillando sobre el lavabo del baño, pero cada cosmético que se aplica apaga su belleza en vez de realzarla. El rímel borra sus pestañas, el colorete hunde sus mejillas y el pintalabios elimina su sonrisa. Se cepilla la melena color cobrizo y los mechones desaparecen en el aire. Su cuerpo decapitado se vuelve hacia mí, me hace una seña para que le dé el visto bueno y pregunta, como hacía cada día: «¿Qué tal estoy?». 

Amie es un bebé y me aferro a ella, pero cuanto más fuerte la agarro, más se desvanece. Soy incapaz de protegerla. Ahora la veo retejida, como una joven con ralas trenzas rubias. La saludo con la mano, pero no me ve. Yo soy la que ha desaparecido. Yo soy el fantasma. 

Una enorme tarta blanca del tamaño de un telar descansa sobre una mesa; debajo de ella, mi padre se deshace en un líquido negro y pegajoso formando un charco que se acerca cada vez más a mis pies desnudos. Pide ayuda a gritos, pero me preocupa demasiado mancharme, así que contemplo cómo desaparece. 

Y como telón de fondo de todos los sueños, aparece Jost congelado. El parpadeo de sus ojos es lo único que indica que sigue vivo, esperando a que le ayude. Pero cuando me acerco, la veo a ella, más hermosa que yo, sonriente y embarazada, sujetando su mano, así que aparto la mirada. Cuando me vuelvo otra vez, se transforma en Erik , cuyos brazos se extienden hacia mí, animándome a que me acerque a él. 

Mientras duermo borro y reconstruyo el mundo, y por la mañana trato de recordar cómo reconstruirme a mí misma. Cada día me pregunto si seré capaz de regresar al telar. ¿Podré seguir tejiendo después de lo que sé? No puedo borrar el pasado de Jost. Yo no tuve la culpa, pero eso no cambia nada. Sigo siendo una hilandera. 

Jost acude a diario para aplicarme una crema regenerante en las manos, que se curan con rapidez, pero no viene ninguna estilista. Ha pasado una semana y ni siquiera he visto a Enora, así que me pregunto si no la habré metido a ella también en un lío. La comida sigue llegando a las horas previstas. Permanezco en camisón, tumbada junto al fuego, ansiando que llegue el momento en que Jost viene a cuidarme. Hoy trae el almuerzo y comemos juntos. Nuestras conversaciones parecen triviales, pero es que hablamos en clave. Podemos compartir abiertamente algunas de nuestras historias, sin embargo las cosas que de verdad quiero saber no pueden preguntarse en voz alta porque la vigilancia podría captar nuestras palabras. Solo podemos permanecer cierto tiempo en el baño —donde el ruido del agua corriente tapa nuestras voces— sin levantar sospechas, pero a pesar de mis intentos para conducir cada conversación hacia sus planes, él parece más interesado en mí.

—No fue una pelea de verdad —me río mientras continúo con una historia sobre mi vecina    Beth—. Ella estaba acosando a Amie y yo me cansé, así que la tiré al suelo. 

—Pero tú querías a tu hermana pequeña, ¿verdad? —insiste Jost—. Da la sensación de que os estuvierais metiendo siempre en líos. 

—Amie respetaba las normas más que yo, así que cuando yo hacía algo que podía traernos problemas, perdía el control —le explico—. Cuando me peleé con Beth le preocupaba que me enviaran a terapia por mal comportamiento. 

—Pero no te enviaron —dice él. 

—A mí no, pero a Beth sí —no me había acordado hasta ahora. Es uno de esos recuerdos que permanecen en tu memoria aunque intentes arrinconarlos o ignorarlos. Beth se marchó cuando teníamos doce años y al regresar, era otra. Seguía igual de antipática, pero no solo conmigo, sino con todo el mundo. 

—Mi hermano mayor me sacaba diez meses —me cuenta, devolviéndome a la conversación—. Mi madre decía que éramos unos vándalos. 

Sonrío, pero al hacer las cuentas abro los ojos de par en par. 

LAS TEJEDORAS DE DESTINOS de Gennifer AlbinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora