DIEZ

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La mañana aparece veteada de púrpura al otro lado de la ventana del hotel. Es el cielo de verdad, algo que nunca veo en el complejo donde cada vista es una imagen programada. Este es el amanecer que levanta a los ciudadanos de Cypress, y por primera vez desde que lo hice en el megavehículo, cierro los ojos. Al abrirlos, finjo despertar como lo haría si viviera aquí. Es hora de prepararse para ir al trabajo. Cogeré el tranvía hasta la ciudad y me acomodaré tras un escritorio a esperar la llegada de los teleenvíos y la ración de café. No, estoy preparando las tablillas para la lección de hoy. Hablaré de las estaciones, de cómo cada una tiene su función y se programa cuidadosamente para maximizar su utilidad y alimentar a las tejedoras. Pero la clase se desvanece, sustituida por telares, dedos y muros de piedra. Esta habitación no es más real que mi vida allí; ambas han sido creadas por las tejedoras. 

Sigo en la cama cuando una sirvienta entra de forma bulliciosa en la habitación para limpiar. 

—Lo siento mucho, señorita —exclama, pero algo en su voz delata que sus palabras no son sinceras; suenan ensayadas. Por supuesto, también podría ser que me esté volviendo paranoica.

—No pasa nada —le aseguro, sacando las piernas de la cama—. De todos modos, ya es hora de que me levante —especialmente si quiero disfrutar de un instante de intimidad antes de que mi equipo de esteticistas acuda a arreglarme para nuestra transposición final hacia el coventri. 

—Entonces, la dejaré tranquila —sugiere la sirvienta, pero sacudo la cabeza para indicarle que puede quedarse. 

No hay mucho equipaje que hacer, así que pido un desayuno ligero a base de magdalenas y té y me dejo caer en una silla. Estoy tan acostumbrada a tener gente rondando a mi alrededor que ni siquiera me incomoda que la sirvienta esté aquí, poniendo orden. Observo cómo trabaja. Tiene más o menos la edad de mi madre. 

—¿Puedo hacer algo por usted? —pregunta la sirvienta amablemente. 

—Estoy bien —respondo tan solo sin querer revelar la ira que se va acumulando en mi interior. 

—Es que... —no termina la frase y una sonrisa avergonzada se desliza por su rostro—. Perdóneme, pero quería conocerla. Ha sido muy grosero por mi parte entrar sin permiso en su habitación por la mañana.

Así que se trata de eso. Otra persona deseosa de ver a una hilandera o pedirle una bendición. No es que me importe, pero provoca que la culpa crezca y amenace con derramarse. Si supiera que yo fui la responsable del accidente que destruyó la escuela. 

—Soy Adelice —me limito a extender la mano.

—Es un honor conocerla —responde, estrechando mi mano entre las suyas sin dejarla escapar—. Pensé que tal vez conocería a mi hija. Su recogida fue también este año. 

—¿Pryana? —pregunto a la mujer, y su rostro se ilumina. Es entonces cuando me doy cuenta de que tan coincidencia ha sido que viniéramos a Cypress a la ceremonia de corte de cinta, como que nos alojáramos en este hotel. La escuela. Amie. Y ahora la madre de Pryana. Cormac quiere mostrarme las consecuencias de mis decisiones y recordarme lo insignificante que soy sin el apoyo de la Corporación. Pero su plan tiene un punto débil: ahora sé dónde está Amie. 

—Oh, ¡la conoce! ¿Está bien? —pregunta. 

Me esfuerzo por esbozar una sonrisa cálida y asiento con la cabeza. Tras la pérdida de su otra hija, incluso alguna noticia sobre Pryana debe de resultarle un regalo. 

—Siento muchísimo lo que ha sucedido —logro susurrar. Una parte de mí ansía contarle la verdad, que yo fui la culpable de la destrucción de la escuela, pero cuando reúno el coraje para enfrentarme a sus ojos, me devuelven una mirada inexpresiva. 

LAS TEJEDORAS DE DESTINOS de Gennifer AlbinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora